No podría decir con certeza cuándo fue la última vez que jugué ajedrez. Pero sí recuerdo que en algún momento de la vida -más precisamente en la infancia- fue una pasión. Me pasaba tardes enteras jugando con los escasos amigos que lo practicaban y, en ocasiones, cuando no había nadie, jugaba solo, desdoblado como pudieron haberlo hecho Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Me gustaba ese territorio extraño que se abría a la sombra un tablero dividido en 64 casilleros, en donde los protagonistas eran peones, caballos, alfiles y torres encargados de proteger a un rey que, de poderoso, solo tenía el título. Lo más paradojal de todo era que frente a ese rey limitado en sus movimientos, imposibilitado de defenderse por sí mismo, había una reina omnipresente, capaz de pelear sin ayuda contra todo el ejército enemigo. Criado en una sociedad en donde el machismo obraba de manera explícita e implícita -cuestión que algo se ha atenuado con los años-, ese poder de la reina confería al ajedrez una atmósfera de territorio liberado.

Además, estaba lo otro: la posibilidad de que a esa mesa pudiera sentarse cualquiera. Y es que como el número de amigos con los que podía jugar se reducía con suerte a dos o tres, tuve que ampliar mi radio de acción, y terminé compartiendo algunas tardes con una tía abuela, con un profesor de historia y hasta con un jardinero que era admirador de Bobby Fischer. 

Tal vez por todo esto -y porque hace unas semanas, Víctor, uno de mis sobrinos, me contó que había llegado a las instancias finales de un torneo de ajedrez-, es que reparé en una entrevista que publicó el diario El País -España- al presidente de la Fundación Kasparov de Ajedrez para Iberoamérica, Hiquíngari Carranza.

En ella, Carranza se explayaba sobre un programa de formación de profesores de ajedrez y sobre la intención de que este deporte forme parte de las políticas públicas de educación en México (Carranza es mexicano). Pero lo más interesante de todo era lo que decía relación con las ventajas del aprendizaje del ajedrez en los niños.

Decía Carranza que el ajedrez aumenta la atención y la concentración; desarrolla la memoria y la capacidad de percepción -y por ende, la expresión verbal, la imaginación y la intuición-, además de reforzar los hábitos de estudio y potenciar capacidades de cálculo, análisis y síntesis.

Decía también que el ajedrez le ayuda a: comprender que no es el ombligo del mundo, que siempre hay otro; a entender que todos somos iguales; a tomar decisiones correctas en poco tiempo.

Entonces, el periodista le preguntaba: "En una sociedad con tanta violencia como la latinoamericana, ¿por qué dar espacio en las aulas al ajedrez?".

Y Carranza respondía: "Va relacionado con la anterior y con que finalmente la delincuencia surge cuando la sociedad está disgregada. Pero si hay una capacidad de respuesta para poder discernir ante una situación complicada, entonces la sociedad es mucho más difícil de corromper".

Es probable que una columna sobre ajedrez no entusiasme a muchos -estuve tentado de escribir sobre la nueva generación del tenis chileno y su triunfo en la Davis; también de la nueva UC de Mario Salas-, pero creo que es importante darle una nueva oportunidad al tablero y sus piezas. Me alegra que Víctor, mi sobrino, lo esté practicando y que haya otros niños que también estén en la misma vena. Quizá en la ecuación republicana -y sobre todo vistos los últimos acontecimientos- a este país le ha faltado en ajedrez todo lo que le ha sobrado en fútbol.