EL arte religioso tiene en Occidente una tradición tan robusta y potente que hoy cuesta dar crédito al momento en que la Iglesia dudó en si utilizarlo o no como instrumento de apostolado y exaltación de la fe. Se ha dicho mil veces que la pintura fue la gran maquinaria de propaganda del papado. Sea o no reduccionista esta afirmación, de haber seguido literalmente a San Pablo y a unos cuantos padres de la Iglesia es posible que los templos del catolicismo se hubieran parecido más a las iglesias de la Reforma. En tal caso, no sólo hubiera sido distinta la historia del cristianismo. También lo hubiera sido la historia del arte.

Porque, efectivamente, el arte y la fe durante largos siglos, desde el Medioevo hasta bien entrado el Renacimiento, fueron una sola cosa. Quizás sea redundante recordarlo hoy, en Semana Santa, cuando las imágenes clásicas de la Pasión se transforman casi en un commodity. Pero, banalizadas y todos, tienen su belleza, su aplomo, su majestad. Casi todas fueron concebidas y pintadas en una época donde el talento se confundía con la espiritualidad y la inspiración con la fe. No era el candor ni tampoco la maestría, sino la devoción, lo que mantenía la conciencia integrada del artista. El lugar del arte era el lugar de Dios y esta dignidad -sin duda que abrumadora para los artistas- sacaba su trabajo del comercio de las cosas del mundo.  Todavía hoy queda algo de eso y es lo que impide tratar las obras de arte como productos del retail. Esfuerzos para reducirlos a eso desde luego que se han hecho, pero hay razones para dudar de la efectividad que tan tenido.

El proceso a través del cual los artistas se fueron emancipando gradualmente de los templos, de las escenas religiosas clásicas y de la tutela de papas y prelados es una de las tensiones más fascinantes de la historia de la pintura. Las primeras transgresiones son muy sutiles y es posible que todo haya comenzado -cuándo no- por el conflicto entre el imperio del espíritu y el imperio de la carne. El Renacimiento llevó esta pugna a extremos a veces impúdicos. De eso, en cualquier caso, no hay que culpar sólo a los Caravaggio o los Tintoretto. Como anota Robert Hughes en un estudio crítico, incluso un pintor tan lejano a ellos como el sombrío y rígido Zurbarán -es la injusta etiqueta que los historiadores le pusieron- indagó en sus formidables pinturas de santos y frailes conexiones incómodas entre la fe y la crueldad, entre la carne lastimada y los tizones al rojo de la ortodoxia inquisidora.

Qué duda cabe que el arte se emancipó con la modernidad y proclamó su independencia. Allá la religión, acá el museo y el taller. Al César lo que es del César. Pero no deja de ser curioso que aun hoy se le atribuyan al arte efectos salvíficos. Las obras maestras salvan a los artistas y supuestamente a todos quienes establecen contacto con ellas. Cada época tiene sus mitos y los renovados vientos ilustrados de la actualidad asumen que, incluso más que la educación, el arte puede hacer a la gente mejor. Es una idea bellísima, a pesar de sus bajísimas probabilidades de ser cierta.b