La primera novela del francés Laurent Binet abordaba, en parte, el asesinato de Reinhard Heydrich, el jerarca de las SS que discurrió cómo implementar la "Solución Final", denominación que los nazis le dieron a lo que más tarde se conoció como Holocausto. Y digo en parte porque Binet, un tipo que se pasa de listo, insistió en involucrarse a sí mismo en el relato, contribuyendo con todo tipo de juicios, divagaciones y comentarios que, a la larga, exasperaban, distraían y aletargaban al lector. Aun así, la obra recibió en Francia todo tipo de premios y loas. En su segunda novela, titulada La séptima función del lenguaje, Binet no comete el error infantil de imponer su persona como un faro en la narración, pero de nuevo la incontinencia verbal se hace patente y uno termina especulando cuántos cientos de páginas le sobran a este libro voluminoso y por largos, larguísimos trechos, francamente delirante.
Dicho lo anterior, es innegable que la segunda novela de Binet tiene un comienzo fascinante: Roland Barthes, el gran semiólogo, filósofo, ensayista y crítico francés, ha sido atropellado en París tras asistir a un almuerzo con el futuro candidato a la presidencia François Miterrand. El hecho, en parte verídico, le sirve a Binet para orquestar una intriga de corte policial, en la que Barthes no habría muerto de manera accidental, sino que habría sido asesinado. ¿La razón? Un documento que revela la séptima función del lenguaje, una especie de piedra filosofal en versión lingüística: "Quien tuviera el conocimiento y el dominio de una función así sería realmente dueño del mundo. Su poder no tendría límites. Podría hacerse reelegir en todas las elecciones, sublevar a las masas, provocar revoluciones, seducir a todas las mujeres, vender toda clase de productos imaginables, construir imperios, apropiarse de toda la tierra, obtener todo lo que desee en cualquier circunstancia".
El presidente de Francia en 1980, año en que transcurre la narración, es Valéry Giscard d'Estaing. Él está al tanto de la existencia del documento que supuestamente le fue sustraído a Barthes, y por supuesto que anhela tenerlo en su poder. Es así como en el lío se involucra la policía francesa por medio del inspector Bayard, quien, a su vez, contrata en calidad de ayudante a un profesor universitario, Simon Herzog, experto en semiología y admirador de Barthes. Pero ellos no son los únicos que andan tras el valioso papel: un par de búlgaros bigotudos y asesinos (el chofer de la camioneta que atropelló a Barthes también era búlgaro) y dos japoneses misteriosos, más una enfermera rusa que no es quien dice ser, eso sin contar a los agentes de la policía secreta de las principales potencias del mundo.
Hasta aquí la intriga es llamativa. P18Todo esto crea un terreno fértil para el delirio narrativo, y eso es precisamente lo que ocurre con La séptima función del lenguaje: rebalsada por todos los flancos, la que era una buena idea termina convertida en un guirigay monumental. Aun así, el libro de Binet volvió a recibir honores de crítica y varios premios, algo que lo lleva a uno a preguntarse de pasadita en qué estado se encuentra realmente la literatura francesa emergente.







