Desde que somos hombres, los ídolos son así. Mortales elevados a semidioses, y, como cualquier semidiós, con poderes que el resto de la gilada quisiéramos tener. Encarnan narrativas que en otras épocas fueron leyendas orales, poemas épicos, constelaciones. Hoy son comerciales en la tele e historias de oficina: relatos del partido de ayer mientras sacamos la vuelta alrededor del hervidor.
Gary es la tela donde se proyecta el ideal del Yo colectivo, todo eso que queremos ser. Más si nos representa bajo esa bandera colectiva de la sublimación de la guerra entre tribus que es la camiseta de la selección.
Gary es chico y feo, como todos, pero no importa, porque Gary no necesita ser rubio para ser héroe.
Gary tiene un nombre flaite, pero, al lado de él, el del nombre flaite es Gary Cooper.
Gary no es el fantasista fino, Gary es el impasable, el de los cojones de acero.
Gary no te respeta, a Gary se lo respeta y punto.
Gary no tiene miedo. Gary es genuino. Sin filtro. Como nos gustaría ser a todos. Cantarle las cosas en la cara a quien sea.
Gary es leal. No abandona a los suyos. Hay que saludar a la gente, culiaos. Gary es agradecido.
Gary se sacrifica por nosotros (el sacrificio del ídolo, ¡qué tópico, mamita!), el que arriesga su carrera jugando desgarrado.
Gary te inventa una palabra porque es bruto, pero esa palabra pasa al acervo popular como un activo que nos define y nos enriquece.
Todo eso es Gary. El Chuck Norris chileno. El Mascherano de ustedes.