A veces, todo un día se va en recuerdos. Eso me pasó el jueves. Eso me viene pasando desde que llegué a la edad en que los funerales ya no son de tíos, parientes o del padre o la madre de algún cercano, sino de los propios amigos que se van muriendo. Este jueves recordé a mis amigos muertos -René, Ale, Carlos-, pensé en el mundo que les tocó vivir y el mundo que quedó sin ellos. Pensé en los libros leídos, en los escritos y en la vida pasada. En un teólogo del siglo XIV que prescribía métodos de tortura para hacer confesar a los sospechosos de cometer un crimen sin víctimas, y en un médico del siglo XX que cobró fama con tratamientos que extirpaban o injertaban gónadas para curar lo que parecía incurable. Me acordé del día de septiembre cuando entrevisté a un hombre de 75 años, un profesor culto y amable, que palidecía de terror frente a la posibilidad de que alguno de sus sobrinos se fuera a enterar de lo que era evidente si se hacía la suma correcta: que era un hombre soltero, que jamás tuvo novia, ni quiso tenerla, pero sí muchos amigos tan solteros como él.
El jueves aparecieron, como fogonazos en la mente, una historia después de la otra: Ignacio recostado en un diván escuchando la grabación de un renombrado psiquiatra que repetía una y otra vez, como un mantra salvífico, "tú no eres homosexual", en un intento chapucero de conversión; Andrés, enfrentando los rumores de la universidad que amenazaban su carrera médica; Viola cuidando a sus amigos moribundos que nadie más quería tocar, porque encarnaban la última peste del siglo.
Me entristecí pensando en Mónica Briones, la artista lesbiana asesinada a golpes frente al Parque Forestal, y en una poeta que se fue a vivir a Madrid porque su propio país la enfermaba. Pensé en tantos otros que hicieron lo mismo: desde Gabriela Mistral a Juan Domingo Dávila. Un exilio invisible -Mauricio Wacqez, Claudio Bravo- que no se nombra, porque no hay espacio, pero sí mucha vergüenza. Hice un recuento veloz de quienes decidieron marchar por sus derechos durante los primeros años de la transición, a pesar del repudio de quienes deberían haberlos apoyado. Recordé a Pedro Lemebel y Francisco Casas enfrentando a un estadio repleto de revolucionarios que reclamaban democracia, pero que cuando los vieron -sobre tacones, emplumados y maquillados- no dudaron en gritarles "maricones". Pensé en Karen Atala buscando justicia fuera de su país, porque en los tribunales chilenos sólo encontraba maltrato, y leí los feroces comentarios que algunos lectores dejaban en los sitios electrónicos bajo las notas periodísticas de las primeras uniones civiles entre personas del mismo sexo. Era el rumor del insulto -directo, insinuado, violento o burlón- que persistía, un sonido que conozco muy bien.
El jueves leí las noticias sobre las primeras parejas gay y lesbianas firmando sus uniones civiles. Ese día, los reporteros hablaron mucho de amor. Yo prefiero escribir sobre la valentía de tantos que se sobrepusieron al miedo y trazaron un camino -difícil, doloroso, extenuante- hacia la libertad.