Recuerdo con claridad a ese personaje que aparecía en Los Picapiedra y que siempre andaba sobre su cabeza con una nube de lluvia que no dejaba de mojarlo. Se llamaba Malasuerte y lucía un sombrero que le cubría hasta los ojos. Siempre esperé que algún día la mala fortuna de Malasuerte cambiara. Fue una espera vana. Los creativos de Hanna Barbera lo habían condenado a esa nube infame que aguaba hasta sus mejores intenciones.

Contra lo que se pueda pensar -visto lo que le ha ocurrido a Charles Aránguiz-, cuando refiero lo de Malasuerte lo hago pensando en Eduardo Vargas, el delantero que acaba de ser transferido al Hoffenheim, de la Bundesliga. Inexplicablemente, desde que se fuera del país, luego de un campañón en la "U", al chileno lo han acompañado la sequía goleadora, el bajo rendimiento y las lesiones. No importa qué club haya defendido -si Napoli, Gremio, Valencia o Queens Park Rangers-, de manera invariable, a las expectativas que su fichaje pudo generar siempre sobrevino -fechas más, fechas menos- la decepción.

Lo más insólito de todo es que ese rendimiento gris, sin chispa, ha tenido su contracara cada vez que ha sido convocado a la Selección Nacional. Vistiendo la camiseta roja, Vargas ha vuelto a ser el de siempre. En las clasificatorias, en el Mundial de Brasil o en la Copa América, no ha dejado de recuperar su impronta de artillero fulminante, certero, temible (no es otro el motivo por el que otros tres clubes estaban tras sus servicios: Villarreal, West Ham United y Hamburgo).

Habrá que convenir que lo usual es lo contrario: jugadores que cuando se ponen la camiseta de su país se acoquinan y sufren de amnesia y son una copia deslavada del original. Me acuerdo del caso de Oscar Fabbiani, argentino que defendió a Palestino en  los '70. Fue goleador del torneo local en 1976, 1977 y 1978; un fenómeno que llevó a los dirigentes de entonces a conseguir su nacionalización, cuestión a la que Fabbiani accedió. Convocado a la Copa América de 1979, Popeye -como le decían- no pudo revalidar la leyenda que él mismo había construido. Jugó tres partidos y no marcó ni un solo gol.

A Vargas le pasa lo mismo, pero al revés: defender un club lo vuelve irreconocible. ¿Por qué le ocurre esto?, ¿por qué no puede repetir en los clubes lo que muestra en la selección?, ¿acaso está condenado a rendir sólo en el fútbol chileno? Si la situación de Vargas se hubiera dado a mediados de los '80 uno podría haber echado mano a lo que se decía entonces de los jugadores chilenos que eran transferidos al fútbol extranjero y tras algunos meses volvían con el rabo entre las piernas: que les costaba demasiado adaptarse; que solían ser mimados en exceso por sus madres, de ahí que en la adversidad sucumbieran con facilidad; que extrañaban la marraqueta y la cordillera. Quién sabe, ¿no?

Habrá quienes argumenten que la culpa no es de Vargas -quizá su familia, sus amigos, el representante de turno-, sino de los distintos técnicos que ha tenido, quienes no han sabido disponer de él de la forma en que lo ha hecho Sampaoli.

Lo cierto es que luego de haber probado suerte en tres de las ligas más importante del mundo -España, Inglaterra e Italia-, Vargas tiene una nueva oportunidad. Si la nube negra que viaja consigo donde quiera que vaya no se disipa ahora, propongo un sahumerio para que la promesa que fue vistiendo la camiseta azul vuelva a deslumbrar como lo hiciera entonces.

A estas alturas, no queda otra.