No, no voy a escribir otra carta de lo orgulloso que me siento de ser chileno porque realmente no sé si estoy completamente orgulloso. Sí, también vibré con la valentía más que comentada de nuestros jugadores, me conmovió ver compatriotas corriendo con una sola pierna. Admiré, como todos, la tropa de cabros chicos que pusieron de rodillas a los penta y probablemente hexacampeones y, por supuesto, me gusta nuestro pueblo. Festino la cazuela, el pebre y la cueca chora que se baila sin espuelas, me estremece el desierto con sabor a tierra y mineral. En un silencio humeante quedo ante la inmensidad de nuestros bosques y cada lago de profunda poesía me hace recordar a Teillier pero, lo siento, no puedo estar orgulloso de un país que sigue haciendo tantas diferencias.

Lo más interesante de nuestro fútbol es aquella meritocracia pichanguera que siempre entra de titular. Fuera de juego quedan los apellidos, la cuna y el pituto de media cancha, ya que en toda selección pelotera invariablemente estarán los 23 mejores (ya sea que vengan de La Pintana o La Dehesa) y así, el puntapié inicial lo da con empeine la equidad. A los que transpiraron chorros de ilusión y nos dejaron al borde de un infarto jubiloso nadie les regaló nada en papel floreado y rosetón, sólo tuvieron que hacerle una bicicleta al futuro marginal (hasta pastabasero y cogotero quizás), fintear aquella condena de cordero rumbo al matadero y cambiar con rabona y chilena un destino tan predecible como offside.

La mayoría de estos jugadores vienen de familias humildes, casi todos estudiaron en escuelas públicas, con profesores mal pagados y sin posibilidades reales de patear la miseria, pero ellos lo consiguieron porque tuvieron la gracia de tener y trabajar un talento que, afortunadamente, aún no se puede comprar.

Entre tanto notero pelotudo, niñitas prometiendo pintarse una estrella y tres colores las presas y matinales de pura challa y pacotilla, un buen periodista en la previa comentó: "¿En qué otro ámbito de la elite se ve esta diversidad?", postulando que si tuviéramos que seleccionar a los 23 políticos, empresarios, artistas, intelectuales, pensadores y científicos más destacados de Chile ¿cuántos de ellos serían de Conchalí, Tocopilla, Puente Alto o llevarían de segundo apellido uno mapuche como Jean Beausejour Coliqueo?

Claramente no tendríamos ni para completar la banca, pero quedó demostrado, en esos 120 minutos, que "los talentos están igualmente distribuidos en los distintos estratos sociales. En una sala cuna del barrio alto y en una población marginal hay igual cantidad de niños con el potencial para ser brillantes pero sólo a pocos les entregamos todo lo que necesitan para despegar" afirmaba, más menos, el lúcido y preciso comentarista.

Una de las mayores curiosidades del fútbol es que entrega las mismas oportunidades para todos, y la pregunta que queda rebotando en el área chica, sin que nadie se atreva a convertirla en gol, es ¿cuántos cracks en otras materias pierde nuestro país debido a que el mérito puro y duro y el talento de nacimiento no se desarrolla en otros rubros? Claro, no puedo estar orgulloso de una sociedad que juega en una cancha tan dispareja, que sigue mirando bajo el hombro al pelo duro y la cara oscura, tarareando sin causa ni pausa, una segregación que ya parece canción nacional. Lo siento, soy más abajista que arribista y me indigna que algunos compatriotas permitan a los mismos de siempre robarse, incluso, el poco futuro que les queda a nuestros viejos.

¿Qué me pongo un poco grave? Quizás, pero me puedo poner aún peor porque el palo de Chile que más me duele no es el de Jara ni el de Pinilla, sino ese que se convierte en mil astillas y clava a la señora en el paradero dos horas esperando una micro y el palo que no le dan a fin de mes al profesor de la escuelita básica que eligió su profesión por vocación a cambio de un sueldo de hambre, o ese palo maloliente que recibe el pueblo chico por culpa de la fábrica que le instalaron en sus orillas y que contamina hasta sus sueños y, por supuesto, ellos no pueden despejar de volea su realidad porque como no nacieron diestros con el balón, no son líberos, laterales ni centrales para defenderse, así que todos los días pierden por goleada.

Como bien dijo (en modo épico y sarcástico) mi amigo Rula; de mar a barrio alto, el sábado pasado este país se rindió a los pies de una tropa de flaites poblacionales, encomendó su orgullo a unos rotos que venían de más abajo de Plaza Italia. Saboreó la gloria gracias a la bravura de un montón de pinganillas de villa pelienta, esos mismos que de no haber sido buenos para la gambeta y el remate, simplemente estarían condenados al abandono.

El partido de octavos estuvimos a punto de ganar (para otra vez será) pero éste, el de la desigualdad, aún estamos lejos siquiera de empatar.