En su época, así veía Diego Portales a la autoridad del Presidente: como el 'resorte principal' y el engranaje decisivo en torno al que debía articularse en Chile un sistema político legítimo y, sobre todo, eficaz. Para el ex ministro, la función presidencial estaba llamada a dotar de sentido al conjunto de los poderes públicos, de transmitir una impronta colectiva que, siendo al final la fuente inspiradora de la República, le otorgara dignidad, respeto y buen funcionamiento. Es cierto: hoy los tiempos son otros y no podemos aspirar a tanto, pero los cambios no han sido lo suficientemente grandes como para que la administración del Estado pueda hoy sortear sin costos políticos una labor presidencial disminuida, donde la ausencia, la indefinición y la ambigüedad se han transformado en el estilo crónico de ejercer el cargo.

Lo vivido en la última semana ha sido una dura muestra de los serios problemas de conducción que hoy recorren al gobierno en todas sus esferas. Los camioneros, que saben de 'máquinas', lograron crear en sólo unas horas un escenario de presión inédito, en que terminaron por imponer sus términos frente a una autoridad que debió capitular de manera humillante. En rigor, todo el incidente fue una larga comedia de equivocaciones, en la que nunca se entendió por qué el Ejecutivo se cerró de manera frontal a una movilización pacífica, cuya demanda pudo fácilmente haber hecho suya desde el inicio.

Como corolario de este insólito autogol, el gobierno y el ministro Burgos fueron sometidos a un duro revés público, nada menos que en una movilización de camioneros, es decir, en un tema de connotaciones históricas y simbólicas especialmente sensibles para un presidente socialista. Es claro que el Ejecutivo no entendió la profundidad de lo que estaba en juego, de lo contrario habría llevado adelante un diseño que, contemplando una mayor ductilidad táctica, impidiera cualquier posibilidad de quedar expuesto a la eventualidad de una derrota en toda la línea. No lo hizo y el precio pagado ha sido grande para una autoridad que ya venía siendo objeto de una espiral de tensiones y desautorización por parte de la propia Presidenta.

Durante el incidente, una vez más, Michelle Bachelet brilló por su total ausencia. Ni una palabra sobre la movilización o sus motivaciones, y menos aún sobre el grave conflicto que se vive en La Araucanía y del cual camioneros, agricultores y comuneros mapuches son, en algún sentido, igualmente víctimas. El reconocimiento del 'fracaso del Estado' hecho por el ministro Burgos, valioso sin duda, quedó sin embargo sólo en eso, en una constatación estéril, que no fue refrendada por un diagnóstico oficial respecto de la situación que se vive en la zona en cuestión, y carente, además, de una iniciativa clara para empezar de una vez a encarar el problema.

La derrota impuesta al gobierno por la movilización de los camioneros había sido precedida por la salida del cargo del ahora ex intendente Huenchumilla; señal también elocuente de la incapacidad de construir siquiera una visión común desde el oficialismo para abordar los desafíos de La Araucanía, una región que en su actual mandato la Presidenta sólo ha tenido interés en visitar para sus vacaciones.

En síntesis, la máquina de Estado sin su resorte principal fue esta vez manejada por los camioneros y mañana lo será seguramente por cualquier otro. En efecto, los serios problemas de conducción política que están marcando a fuego a esta administración no pueden ni podrán ser resueltos por ministros que, de algún modo, también sufren sus consecuencias. El engranaje decisivo se ha convertido en la actualidad en un enorme espacio vacío y ese problema, para bien o para mal, sólo puede resolverlo una persona.