UNO DE los cambios más evidentes que están ocurriendo en nuestra sociedad es la creciente dificultad para gobernarla, ello obedece a diversos factores: la fragmentación del sistema político, la pérdida de un proyecto compartido que puso fin a lo que fue el pacto social cristiano social demócrata, y el enorme cambio en la estructura socioeconómica que hemos experimentado en las últimas tres décadas. Este último punto amerita una reflexión, porque probablemente será el más incidente en las condiciones futuras de gobernabilidad.

Si uno quisiera hacer una suerte de asociación nemotécnica podría decir que a cada uno de los tres grandes grupos socioeconómicos se asocia un concepto que empieza con la letra E. La clase alta aspira a la Estabilidad; la media, tiene Expectativas; y los sectores más pobres, Esperanza. Cada uno se comporta de una manera diferente en función de estas aproximaciones.

La clase alta, por definición, anhela y defiende la estabilidad. ¿Por qué buscaría cambiar el orden social que lo ubica en la parte alta de la pirámide social? Siempre debe esperarse de ellos una actitud refractaria a los cambios.

Los pobres, por su parte, enfrentan necesidades vitales, la subsistencia es un desafío diario y ven muy lejana la posibilidad de salir de la situación en que se encuentran. Demasiadas promesas han escuchado y demasiadas decepciones han sufrido. El punto es que las esperanzas incumplidas llevan a una desilusión que, por regla general, conduce a una resignación tan fatal como inevitable. La esperanza es la ilusión quimérica de un cambio que se sabe improbable.

Pero las expectativas de la clase media son anhelos reales y concretos: mejorar su remuneración, salir de vacaciones, cambiar el auto. Responden al estado de ánimo de personas que han experimentado el progreso, lo conocen, saben que es posible, han abandonado las quimeras, para plantearse metas específicas. Cuando esas expectativas no se cumplen, las personas caen en un estado de ánimo muy concreto y explosivo: la frustración.

Por ello es que el estancamiento económico, en un país de ingreso medio como el nuestro, provoca efectos políticos completamente diferentes de los que se producen en un país en que la clase predominante es la pobreza. En el Chile del siglo XX los largos períodos de estancamiento hacían que la inmensa mayoría, literalmente desilusionada, se volviera aún más dependiente del Estado y su burocracia. Ahora, en cambio, la frustración se canaliza con rechazo al sistema, con incredulidad en las instituciones, particularmente en las que están a cargo del gobierno.

Por ello es que resulta tan grave para la estabilidad social la pérdida del impulso que hacía crecer a nuestra economía, porque tenemos a la mitad del país -tal vez un poco más- anhelando seguir por la senda ascendente que conoció en las décadas pasadas. La movilidad social dejó de ser un fenómeno intergeneracional, para ser una realidad intrageneracional.

Chile vuelve a crecer, respondiendo a las expectativas de la mitad de sus habitantes, o la tarea de enfrentar su frustración será explosiva, constituyendo un terreno abonado y fértil para el populismo.