Una vez que Michelle Bachelet fracasó bochornosamente en la instalación de una nueva "burocracia generacional" (Peñailillo, Arenas y otros personajes de ocasión) y experimentó el rechazo de nuestra elite, progresista o conservadora, es la hora de preguntarnos sobre cuál será el destino de los nuevos antagonismos en el Chile post-2016. El estatuto de la protesta social nos hace presagiar una extensión de la conflictividad sin que tengamos herramientas claras –incluso mínimos  compartidos- para enfrentar la irrupción de una «cultura insurgente» que dista de administrar programas socio-políticos (ad hoc a la teoría de la gobernabilidad) o cultivar hábitos de sociabilidad ciudadana. La insurgencia será un fenómeno híbrido en la demanda y esencialmente reactivo en sus formas de acción; furia y desesperanza serán dos rasgos predecibles dentro de un ciclo de ebullición social. Frente a ello el Frente Amplio apela a la extensión de un "sujeto político", o bien, a un mesianismo sin sujeto emancipatorio. Ello si convenimos que una izquierda jacobina sería una audacia o un infantilismo de izquierdas, apelando a la jerga de Boric. Todo esto sucede en un ambiente de revueltas contra la "política institucional" –declarada enferma por los nuevos Movimientos Sociales y grupos medios masificados-. Cabe subrayar lo anterior; se trata de una ira que no logrará plasmarse en un programa político, al menos en su primera fase. Posteriormente, ¿quién sabe?, la disidencia puede producir algún "nosotros" que se sirva del desgaste  de las instituciones políticas descapitalizadas. Enfrentamos un escenario abierto que no debe ceder a lecturas normativas: el dilema no es ¿beligerancia o institucionalización?

En el caso del polo progresista (izquierda institucional) la insurgencia debe ser concebida como el adiós a una gramática transformadora y Guillier, pese a todo, aparece como el último arcángel de la gobernabilidad concertacionista. Los insurgentes (No más AFP, demanda del agua, de casas, los sin tierra etcétera) son el nuevo móvil de la acción política y sería curioso que comprometan de entrada un "programa político" cuando ya no se trata de concebir la política desde los enfangados relatos institucionales. El insurgente, como es de esperar, no viene a producir un orden ético sino que abunda en abrir posibilidades que posteriormente puede articular alguna narrativa. Si algo sabemos de su beligerancia es que busca suspender el tiempo de la dominación y, parafraseando a Walter Benjamin, opera como un "relámpago de peligro". En el Chile actual la hibridez será la pauta de una cultura reactiva y consumista donde (excúsenme) hay miles de Eichman cuyo slogan es; "Venimos a cumplir las leyes del mercado".

Sin embargo, nuestra democracia tecnocrática (nuestra élite y sus empingorotados "tecnopols") no entienden que esto requiere de otras orientaciones cognitivas, de lecturas invisibles. De otro modo, esta mera descripción será un testimonio más de una indolencia inexcusable frente a escenarios inciertos. El insurgente se representa como una "lengua irritada" que emplaza a la cultura institucional en su absoluta ceguera, su insensibilidad a todo dolor ciudadano y popular (colectivo). Durante el 2011 los movimientos sociales no sólo obraron con reivindicaciones específicas sino que interpelaban los cimientos simbólicos y comunicacionales del orden neoliberal –otra cosa es discutir su capacidad fractural y su posterior diseminación/institucionalización. La pregunta ahora es si nuestro modelo es capaz de mantener horizontalizados (contenidos) a los actores sociales que actúan desde los márgenes del juego político. La respuesta de momento es negativa. En suma, hemos padecido una deslegitimación progresiva que no puede ser retrucada desde el populismo tecno-político y el lenguaje desgastado de los especialistas que enlodan la tradición democrática con la ideología del eficientismo y la empresarización del discurso político. Los movimientos sociales posteriores a la transición, tienen un modo distinto de vincularse con el tiempo-espacio de la política institucional, estos carecen de los instrumentos clásicos usados por ésta para dialogar o comprimirlos. En buenas cuentas, carecen de toda seducción normalizadora.

La insurgencia se comporta de acuerdo a diversas temporalidades y especialidades, configurando un patrón móvil y no sujeto a una interpretación lineal. Esto comprende un retorno a una reflexión no coyuntural que trascienda los indicadores, los lenguajes politológicos y las agendas electoralistas. Hace pocos días vimos como el fuego le devolvió a nuestra sociedad un factor de ingobernabilidad, una zona de antagonismos, y experimentamos una regresión propia de un país subdesarrollado.  Por fin, la élite debe hacer un reacomodo cognitivo (político) hacia lo incierto que supere las rencillas patronímicas.