Hace un par de semanas Canal 13 estrenó Junior Masterchef Chile, la versión infantil de su reality de cocina. Por supuesto, el show hace todo con la precisión que caracteriza a la adaptación local de la franquicia. Si el primer episodio se abría con las imágenes de los pequeños concursantes invadiendo los programas del canal, uno de los últimos los mostraba tirándoles merengue en la cabeza a Chris Carpentier, Ennio Carota y Yann Yvin. Aquello era divertido e inocente, una pitanza que desdramatizaba la competencia para convertirla en apenas una broma, lejana de la tensión que hacía que los aspirantes a cocineros adultos sudaran en cada entrega.

De este modo, la cocina acá es un juego que ocurre a la vista de todos. Junior Masterchef está realmente protagonizada por niños. Ellos son el centro del show, gracias a un ritmo espontáneo que las cámaras registran como una alegría acaso auténtica, construida entre el bullicio y el caos. Los jueces ahí lucen benevolentes, divertidos y cómodos, fingiendo una severidad que no es tal; cuidadosos en sus juicios, casi siempre sorprendidos ante lo insólito del espectáculo.

Hay cierto cuidado en la producción, que se traduce en una distensión más o menos inédita para un programa de concurso. Mérito del canal, aquello es lo diferencia a Junior Masterchef de la explotación pura y dura, el que separa la histeria de la fama del verdadero interés en la cocina. En manos de otros, el programa apostaría de modo descarado por el llanto y a los sufridos relatos familiares, haría zoom en las heridas abiertas y las quemaduras de los niños.

Por el contrario, uno de los méritos de Junior Masterchef y Canal 13 es el modo en que han adaptado la franquicia al desplegarla sin estridencia, anteponiendo la competencia culinaria de las historias de vida. Aquello determina el programa. Los niños no funcionan como objetos ni aparecen haciendo pruebas inverosímiles o tristes al lado monstruos de espuma como en Cachureos, ni se presentan envejecidos, maqueteados por el guión de los sketchs del Clan Infantil de Sábado Gigante, donde además debían mostrarse ingeniosos.

Lo que queda en el aire es la pregunta sobre el espacio que los niños tienen en la televisión, sobre cómo son representados en pantalla. Esto es interesante porque se trata de algo que ha estado ausente hace años en nuestra industria, quizás porque el lugar al que los chicos estaban relegados en pantalla era el de hacer de actores infantiles en los culebrones dándole una cuota de respetabilidad familiar a relatos que no los necesitaban. Ahí aparecían acompañados de perros o mascotas, siempre al borde de un transplante, un secuestro o el descubrimiento de unos padres perdidos.

Junior Masterchef funciona en el sentido opuesto. Los niños sí parecen niños. Y los adultos están lejos. La cocina es un patio, una sala de recreo. La ansiedad se distiende y no contamina. Hay por supuesto, una diversidad de personalidades: los pintamonos, los bromistas, los silenciosos, los sabelotodos, los genios secretos. Pero eso no es buscado. La cocina sigue siendo un espacio democrático y pareciese que la producción iluminara más el set, para evitar toda oscuridad posible.

Aquello, por supuesto, se agradece. Mal que mal, el show se emite a la misma hora en que Mega exhibe Volverías con tu Ex, que en cada capítulo se vuelve más denso y bizarro, más idiota, más carente de razones, contaminado por el aura de un drama tóxico que es adictivo pero también devastador, lleno de mal karma. Junior Masterchef se propone entonces como una alternativa inesperada y fresca, distendida en fondo y forma. Por supuesto, uno espera que los niños no se crean el cuento, que no miren la televisión ni su propia imagen tal y como los miran los héroes del reality softcore de Mega. Que no crean que ahí hay alguna clase de futuro. Que tengan una vida, más allá o más acá de la tele. Que la cocina sea, tal y como lo parece hasta ahora, solo un juego.