Pasará un buen tiempo antes de que el polvo se disipe y sepamos qué significó exactamente la renuncia de Ricardo Lagos a sus aspiraciones presidenciales. ¿Es el fin de la izquierda socialdemócrata? ¿Es el anticipo de un nuevo escenario político, que ya no estará dividido en dos sino en tres, con la centroderecha a un lado, la Nueva Mayoría al otro y un Frente Amplio radicalizado tironeando el telón por abajo? ¿Es la rendición del principal partido de izquierda al populismo? Son todas hipótesis apasionantes y atendibles. Pero también es atendible la versión de que aquí no ocurrió gran cosa, entre otras cosas porque el fracaso de Lagos lo único que hizo fue demostrar que el rey estaba desnudo desde hacía rato. Si no lo hubiera estado, por supuesto su candidatura habría tenido convocatoria mayor. Su aplastante derrota en el comité central del PS y su irrelevancia en las encuestas dan cuenta de que la izquierda que él representó estaba muerta desde hacía tiempo. El grueso de su partido le dio la espalda, porque, aparte de quererlo poco (cosa de la cual el ex presidente, al parecer, no estaba enterado), las bases juzgan que ahora mucho más importante que fortalecer la alianza con el centro, en concreto con la DC, es izquierdizarse para salir a disputarle el voto antisistémico al Frente Amplio. Para esos efectos, digamos, Lagos no era el hombre, aunque quiso serlo. En fin, también es discutible la claudicación ante el populismo, porque en realidad esto venía de antes. ¿Qué otra cosa sino eso, populismo puro y duro, fue la embriaguez con que la Nueva Mayoría se articuló en torno al retorno de Michelle Bachelet a La Moneda? ¿Acaso fueron las convicciones, acaso fue el proyecto político de Bachelet como candidata el factor que movilizó a los partidos? ¿No habrán sido más bien las encuestas?

Muy posiblemente, los problemas que hoy enfrenta la centroizquierda no tienen nada que ver con Lagos o con Alejandro Guillier. Tienen que ver con haber inspirado un gobierno que, a pesar de sus buenas intenciones, fue decepcionante en muchos planos y desastroso en otros. También tienen que ver con la falta de acuerdo dentro del oficialismo sobre cómo continuar -mejor dicho, cómo remontar- esta pobre experiencia gubernativa. Mientras la Nueva Mayoría no se haga responsable de lo primero, con una profunda autocrítica, le será difícil llegar a acuerdos en lo segundo. Lo que refleja la actual tensión interna del bloque entre la DC y sus socios es precisamente la divergencia respecto del proyecto. El problema de fondo es ese, no si es oportuno o inoportuno que la DC se someta a primarias o lleve candidato propio a la primera vuelta, y tampoco si pueda ir en una sola lista parlamentaria común o en lista aparte.

Los plazos son tan cortos, que lo más probable es que el oficialismo se ordene por arriba. La urgencia juega más a favor de las continuidades que de las rupturas. Aunque tenga algo de alianza fantasma, la Nueva Mayoría persistirá mientras sus socios no encuentren espacios más expectables o acogedores adonde emigrar. Siendo así, algo tendrá que concederle el oficialismo a la DC para mantenerla en el redil y, puesto que en esto no hay nada nuevo bajo el sol, lo que está más a la mano para negociar son los garrotes y las zanahorias envueltas en la lista parlamentaria. El oficialismo intuye que, estando la presidencia en riesgo, el único poder al que puede aspirar está en el Parlamento. Pero eso supone concentración de esfuerzos y, al menos hasta el día de la elección, unidad.

En el largo plazo, lo que realmente está en juego en esta pasada es la viabilidad y proyección de la centroizquierda, que fue el eje que ordenó la transición y le dio gobernabilidad al país. Esto, como se ha visto en el actual gobierno, ya no es tan así y eso explica los recurrentes portazos que el Poder Legislativo le ha estado dando a La Moneda. La centroizquierda dejó de ser garantía de gobernabilidad y está en duda que la pueda ofrecer la centroderecha, más allá de ser este, por ahora, el sector con mejores expectativas de llegar al gobierno.

Bachelet, Piñera, Bachelet y Piñera otra vez. En Chile la historia se está repitiendo ya no solo como comedia, según pensaba Marx, sino como reflejo condicionado. La principal diferencia está en que el próximo gobierno se encontrará con un Parlamento más disperso, menos monolítico, puesto que no estará formateado en los hornos del sistema binominal. Eso podría facilitar las cosas. Pero -afírmense- también podría complicarlas.