El anuncio esta semana por parte de Hacienda de un nuevo paquete de medidas reactivadoras quizás valga más como señal política que como estímulo efectivo al crecimiento y la inversión. Este es el sexto paquete de estímulos concebido por el gobierno y la confianza de la cátedra es que pueda ser algo más efectivo que los cinco anteriores, todos los cuales -al margen de contribuciones puntuales a la actividad- no lograron frenar la ralentización de una economía que hoy dormita con indolencia sobre sus propias inercias e incertidumbres.

Lo que está ocurriendo no es otra cosa que el precio de haber subestimado el crecimiento como objetivo de política económica. E incluso de haberlo despreciado derechamente, pues buena parte de la Nueva Mayoría lo consideró un tributo que los poderosos imponían al resto de los chilenos con el único propósito de enriquecerse todavía más. Esta percepción traspasó las entrelíneas de todo el programa del actual gobierno y se expresó no sólo en la desconfianza que las autoridades manifestaron desde el primer día al sector empresarial, sino también en los sesgos de una larga cadena de iniciativas llamadas a acorralarlo o a constreñir los nuevos emprendimientos.

Es cosa de verificar esos sesgos, énfasis y distorsiones en los alcances de la reforma tributaria que se aprobó, en el veto de la Presidenta opuso a los hospitales ya concesionados o el intento inicial de la reforma de erradicar la participación del sector privado del ámbito de la educación, entre muchas otras señales. La cosa llegó a tal extremo que cuando, en la apoteosis de la retroexcavadora, a fines de agosto de 2014, el ex Presidente Lagos reivindicó en Icare la importancia de la cooperación público-privada -¿cabe hacer algo distinto desde la buena fe y la sensatez en un país como el nuestro?- y sus palabras parecieron tener alcances subversivos y fueron interpretadas poco menos como un abierto desafío a las prioridades de Hacienda y La Moneda en ese momento.

Ahora, el gobierno parece estarse dando cuenta de dos cosas, que de seguro el actual ministro de Hacienda, no así su antecesor, supo desde siempre. La primera es que el dinamismo de la economía no estaba asegurado por los astros, como muchos planteaban, ni era tampoco parte consustancial del paisaje. La segunda es que no era cierto que el crecimiento sea una correa transportadora de riqueza sólo para los estratos más acaudalados. Todos los datos indican que el deterioro de las expectativas y la actividad ya comenzó a golpear a la clase media y a los estratos vulnerables en términos de menor capacidad generadora de puestos de trabajo, de empleos más precarios y de temores más extendidos entre los trabajadores al fantasma de la cesantía.

Que este haya sido el tributo que el país debió pagar por las reformas que el gobierno ha estado llevando a cabo, además de discutible, es engañoso. Lo es de partida porque el gobierno siempre rechazó con especial arrogancia y vehemencia la idea de que estas iniciativas podían afectar la dinámica de la prosperidad. Es más, las autoridades de la época endosaron a una supuesta campaña del terror las prevenciones que se formularon a raíz de los riesgos que el país estaba asumiendo innecesariamente. Esto es como un viejo chiste de Condorito: el pajarraco se acerca a un señor que tiene una zanahoria en la oreja y decide advertírselo. El caballero no se inmuta, y al ver la insistencia de Condorito le dice que no le escucha nada…, precisamente porque tiene una zanahoria en la oreja.

Es una de dos cuando las políticas públicas generan resultados que son adversos. O están mal diseñadas y son, por lo tanto, malas políticas públicas, o responden a propósitos ideológicos que conllevan correlaciones equivocadas entre los fines y los medios o entre costos y beneficios. Es posible que en este caso haya algo de ambas opciones. Lo concreto, como lo ha reconocido el ministro de Hacienda, es que "el crecimiento de la economía ha sido bastante decepcionante en los últimos años y también en los últimos meses".

No deja de ser singular, por decir lo menos, que para corregir el rumbo la autoridad decida ecualizar registros correspondientes a la sintonía fina del desarrollo (acceso a financiamiento de empresas pequeñas y medianas, incentivos a proyectos tecnológicos innovadores, facilidades para la exportación de servicios…) y persista en su opción de dejar abiertas las grandes brechas de incertidumbre que ahora último elevaron el riesgo de la inversión y la actividad productiva. Está bien mejorar las terminaciones, pero sigue estando muy mal seguir prolongando las desconfianzas que genera una reforma laboral que nadie sabe en qué terminará y un proceso constituyente que, tal como están las cosas, sigue pareciéndose más a una ruleta rusa que al diseño compartido de una nueva orgánica constitucional o de un nuevo estatuto de derechos, deberes y responsabilidades ciudadanas.

Más que las políticas industriales, más que las nuevas líneas de crédito que puedan favorecer esta u otra actividad, más que apuestas por la innovación, que por lo demás siempre serán bienvenidas, lo básico para que un país crezca son las certidumbres y la estabilidad de las reglas del juego. Cuando eso se define con claridad, el resto casi siempre viene por añadidura. Lo demás es partir por las ramas.