Si bien la victoria más importante del dictador norcoreano, Kim Jong Un, es haber alcanzado el "status" nuclear que durante décadas persiguieron su abuelo y su padre, hay otra que con el paso de los días va siendo evidente y no es menos ingrata: la creciente división de los países encargados de contener (es imposible revertirlo) el programa nuclear norcoreano.

No me refiero a la tensión entre Washington y tanto Moscú como Beijing, que prefieren abordar este asunto de un modo muy distinto al de Estados Unidos, sino al océano de distancia que se está abriendo entre Donald Trump y Moon Jae-in, el nuevo Presidente de Corea del Sur. Hay que recordar que el orden mundial vigente (que, como todos los "órdenes mundiales", es susceptible de modificaciones sustanciales un buen día) depende, en lo que respecta a Asia, del vínculo estrecho entre Estados Unidos y dos países clave, Japón y Corea del Sur. No son los únicos aliados asiáticos, pero sí los dos más importantes, razón, precisamente por la que Corea del Norte amenaza tan insistentemente a esos dos vecinos, a los que considera puntales, en Asia, de la estrategia occidental para acabar con ese régimen.

Desde que, hace poco, el nuevo mandatario surcoreano asumió el poder, eran previsibles las tensiones. Él se inclinaba por el apaciguamiento, mientras que Trump proponía una línea dura. Sin embargo, muy seguro de sí mismo, Kim Jong Un se encargó de acorralar a Moon Jae-in con amenazas y ensayos balísticos (y, ahora, nucleares), lo que obligó al surcoreano, por presión de sus compatriotas, a endurecer su propia línea. De allí que retomara el programa de instalación del escudo antimisiles que su antecesora, Park Geun-hye, había iniciado y él suspendido. Todo parecía indicar que esta convergencia, más la actitud frontal de Tokio, preservaría al menos el frente unido frente a Pyongyang.

Pero las cosas se han vuelto a torcer. Donald Trump ha elegido el peor momento para volver a la carga contra el TLC entre Washington y Seúl vigente desde 2012, amenazando con liquidarlo, y para disparar trinos de Twitter contra su colega surcoreano, acusándolo de "apaciguamiento" frente al dictador del norte de la península. Esto ha llevado a Corea del Sur a recostarse en Naciones Unidas, a la que pide nuevas sanciones (que se añadirían a las últimas que puso en marcha el organismo mundial el mes pasado).

Lo cierto es que Corea del Sur tiene miedo. No sabe con quién puede contar, dado que China y Rusia se oponen a nuevas sanciones, y especialmente dado que Vladimir Putin pide reconocer que Pyongyang no va a renunciar a sus armas de destrucción masiva, lo que equivale a aceptar a ese régimen como potencia nuclear. Distanciado Estados Unidos de Seúl, y muy inclinados tanto Beijing como Moscú a utilizar a Pyongyang como contrapeso a Washington en Asia, lo que queda es una Corea del Sur en una apremiante soledad.

Esto es especialmente peligroso teniendo en cuenta que todavía no sabemos si el único objetivo del dictador de Corea del Norte es sobrevivir o si, además, pretende reunificar la península bajo su mando. Si fuera lo segundo, la peor forma de impedirlo es alimentar la soledad surcoreana, que es lo que parecía estar haciendo Donald Trump en los últimos días al disparar balas verbales contra uno de los grandes aliados asiáticos de Washington.

Trump tiene que tener mucho cuidado porque está caminando sobre un campo minado. Cada trino, cada exabrupto verbal, es un punto que Kim Jong Un se anota en su guerra fría, cada vez menos fría, con su vecino sureño.