Releer ciertos libros que a uno le fascinaron de joven no es un ejercicio inocente o desprovisto de peligros, ya que, de partida, podemos terminar hundidos en una tremenda decepción. Considerando que los gustos literarios son un espejo de nosotros mismos, también existe la posibilidad de recibir de vuelta una imagen poco agradable de lo que en algún momento fuimos, imagen que puede transformarse con rapidez en una mella inesperada en el ego, en una zancadilla en la estabilización de la personalidad o, al menos, en una sombra al acecho. En suma, la experiencia está llena de riesgos, razón por la cual hay libros que uno jamás debería volver a tocar. Fue con cautela, por lo tanto, que empecé la lectura de Bandini, el volumen que reúne las cuatro novelas de John Fante protagonizadas por su álter ego, Arturo Bandini. Desde que las leí por primera vez hasta ahora habían transcurrido más de veinte años.
Tres de estos libros fueron escritos a fines de la década de 1930 (Camino de Los Ángeles, Espera a la primavera, Bandini y Pregúntale al polvo), mientras que Sueños de Bunker Hill apareció en 1982, pocos meses antes de que Fante muriera con ambas piernas amputadas a causa de la diabetes. Por su parte, Camino de Los Ángeles fue publicado en 1985, de manera póstuma, lo que habla de un rasgo esencial en la carrera literaria de Fante: el fracaso y la falta de reconocimiento durante buena parte de su vida. No hay que olvidar que fue gracias a un borracho eminente, Charles Bukowski, que la obra de Fante salió de la oscuridad a la que parecía estar condenada.
La saga de Bandini permite recomponer bajo diferentes ángulos la existencia de John Fante, desde su infancia y juventud en el estado de Colorado, hasta sus días de adultez en la ciudad de Los Ángeles. La pobreza, el catolicismo y la rebeldía marcaron sus primeros años, mientras que la necesidad de ganarse la vida en un oficio incierto, como la literatura, definieron sus opciones posteriores. Sin embargo, Arturo Bandini no suscribiría en modo alguno la descripción un tanto solemne recién expresada, puesto que la moral que él utilizó para referirse a sí mismo fue, por decir lo menos, la del antihéroe: el cinismo, la exaltación de la propia mediocridad, el engaño, la satisfacción irracional de cualquier impulso, la cobardía. Todo ello haciendo gala de un sentido del humor muy oscuro, a prueba, por supuesto, de moralistas, pacatos o tontos graves.
Arturo Bandini se masturbó por primera vez a los cinco años. Ya crecidito, tenía delirios de grandeza, perseguía a las mujeres por las calles, sufría alucinaciones, se enfurecía con las moscas y se las comía. Además, cierta tarde masacró a una insólita cantidad de cangrejos que nada le habían hecho. Bandini acostumbraba a maldecir al Altísimo, y, entre otros tantos episodios de derrotas contumaces, fue humillado en público por el escritor Sinclair Lewis, de quien incluso debió escapar a la carrera de manera bastante ignominiosa en un restorán de Los Ángeles. Con todo, Bandini es un personaje absolutamente adorable, un pícaro monumental que, a la vez, prefiguró la existencia de seres inolvidables dentro del canon de la literatura estadounidense, como por ejemplo Ignatius Reilly, el protagonista de esa obra maestra llamada La conjura de los necios.
Ya está dicho: volver sobre las novelas de Bandini resultó ser un ejercicio iluminador, gozoso, trascendente. John Fante, qué duda cabe, es uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo pasado. No se equivocó el grandísimo H.L. Mencken al publicar el primer cuento de Fante en una revista de prestigio; ni tampoco Bukowski, décadas más tarde, al reconocer en Fante a la figura del maestro. Aun así, persiste ahora un ligero sentimiento de culpa, lo que tal vez demuestre que el acto de la relectura nunca es inocente. ¿Cómo pude ignorar por más de veinte años las aventuras y desventuras del inigualable Arturo Bandini?