Algunos cuentos de la argentina Mariana Enriquez (1973) en Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama) recuerdan al Cortázar de Las puertas del cielo, condensado en ese momento inquietante en el que Mauro y su amigo Marcelo ven en un baile a Celina, la esposa muerta de Mauro, muy viva, "siempre ahí, sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba"; otros cuentos evocan a Shirley Jackson en La maldición de Hill House (1959), renovadora de la narrativa gótica de la casa embrujada; otros, a Stephen King, que en novelas como Cementerio de animales (1983) ha explotado el tema de los lugares embrujados por un pasado siniestro. En esa amalgama de lo fantástico con lo gótico y el horror puro y duro, Enriquez se apoya con inteligencia en los maestros para crear un mundo narrativo muy propio.
El mundo de Enriquez es muy atmosférico, de barrios grises y villas miseria, viejos caserones familiares y casas abandonadas, en el que el ruido de una chicharra puede convocar "el calor, la carne podrida, los cortes de electricidad, a los borrachos que miran con ojos ensangrentados desde los bancos de la plaza". Está poblado de seres deformes y marginales, adolescentes embarazadas y drogadictas que duermen sobre un colchón en la calle, niños sucios que deambulan por la ciudad y cualquier día pueden amanecer muertos. En ese territorio el pasado es el conocido lugar de los cuentos de terror -aquello reprimido que está siempre a punto de reaparecer-, y le permite a Enriquez desplegar su capacidad para ser original dentro de lo familiar: en La hostería, el lugar está hechizado porque fue escuela de policía durante la dictadura; en Bajo el agua negra, uno de los mejores cuentos, el Riachuelo es un lugar tóxico al que van a parar todo tipo de desechos, incluso chicos asesinados por la policía (el cuento narra el retorno de esos asesinados).
Enriquez sabe, como sabía Shirley Jackson, que más importante que el lugar embrujado es la forma en que ese lugar contamina la psiquis de los personajes: son esos personajes el verdadero escenario de las apariciones. Varios cuentos narran un trasvase: en Fin de curso la narradora está fascinada por Marcela, una alumna desequilibrada que se arranca las uñas hasta sangrar o se corta las mejillas con una gillette; en Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo, el guía de un tour de crímenes es visitado por la presencia del Petiso, el asesino más legendario de la Argentina. En ambos casos la narración se concentra engañosamente en Marcela y el Petiso; cuando el cuento revela su verdad más profunda, el impacto es notable.
Enriquez puede ser gore, como en El patio del vecino, pero su estilo se caracteriza por una admirable sutileza: pese a que los géneros que trabaja son excesivos por naturaleza, llenos de neurosis y psicopatías grandilocuentes, esta narradora sabe sugerir y es una maestra en el arte del final que dice todo sin decir mucho (Tela de araña). También sabe trabajar con la historia del género: La casa de Adela, sobre una casa abandonada, comienza con unos niños fascinados por películas de terror, entre ellas las de... casas abandonadas. No falta aquello que excede al género: las mujeres muertas en hogueras en años de "caza de brujas" e Inquisición, se conectan en Las cosas que perdimos en el fuego con un presente de feminicidios en el que quemarse se convierte en un acto de protesta para las mujeres: "Las quemas las hacen los hombres. Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras". Algún cuento de Enriquez puede no funcionar (Verde rojo anaranjado), pero es solo una excepción: la regla de este libro es la brillantez.