Nada más extraño a la ética, a la filosofía, que la moralina. Es un acto reflejo disimulado con las armas de la retórica, o simplemente es un grito en el cielo de espanto tan exagerado como irracional que sirve para condenar a diestra y siniestra en base a prejuicios o ideas sin deglutir. La moralina es también, y en eso no nos hagamos los inocentes, un sucedáneo soft y espurio del resentimiento o de la envidia pura. La moralina es rabia convertida en sermones sobre la verdad, el bien y el mal.

Desde que tengo memoria no recuerdo un ruido atmosférico tan agudo y cargado de la peste de la moralina como en estos meses. Las redes sociales son reductos especialmente diseñados para espetar la inquina. Las sentencias, los monólogos condenatorios, las defensas corporativas y las frases para el bronce de los hombres buenos cunden de tal forma en los medios, que por vergüenza es recomendable prevenirse ante tanto ejercicio de estupidez y arrogancia. Escuchar el despliegue de oratorio de ciertos periodistas, como Daniel Matamala, Tomás Mosciatti, Fernando Paulsen o Matías del Río, por ponerle nombres a la trenza, es una experiencia muy similar a escuchar en AM a los predicadores de iglesias brasileras. Hablan con una certeza que da miedo. En algo recuerdan al cura Hasbún en sus momentos de fulgor mesiánico. Estos próceres nos revelan verdades y, además, se dan el trabajo de interpretarlas con una pasión que linda en el ridículo. He estado tentado de grabar sus peroratas para ver cómo sonarán en cuatro años más.

Sin duda, la indignación está justificada por escándalos políticos y empresariales que nos hacen pensar que estamos rodeados de felones. El problema no es lo que acusan; lo indigesto es el rol de funcionarios del bien que se arrogan. Son inspectores sociales autodesignados que llaman a las autoridades a acometer sus tareas; y son fiscales y jueces de las causas que ellos eligen llevar adelante. No tienen ningún interés en conflicto, son cristalinos, diáfanos, sin muertos en sus closets. Son los nuevos acólitos de un periodismo de tono pontificante en el que brillan las inflexiones de voz y escasean las ideas y la compasión. Curiosa forma de entender el periodismo la de estos titanes. Yo, ingenuamente, creía que esta profesión era una labor donde los escrúpulos, la duda y las medias tintas estaban presentes, sobre todo después del trauma de la dictadura.

Pocos escritores denunciaron con tanta fiereza la moralina como Nietzsche. En Más allá del bien y del mal, escribe con ironía: "La náusea frente a la suciedad puede ser tan grande que nos impida limpiarnos, justificarnos". Joaquín Edwards Bello en varias crónicas se ríe de los dueños de la exactitud, de los que poseen la última noticia y la evidencia. Lo que él prodigaba eran opiniones y se permitía la contradicción, pues entendía que el curso de la vida estaba lejos de ser una línea recta. Advertía que en Chile no había catón que no cayera denunciado. El mismo se cuidaba mucho de caer en la trampa de confundir la ácida crítica a la vida, que era lo suyo, con acusaciones irremediables, severas y morales de las conductas de los otros.

Uno de los efectos letales de quienes apelan a la moralina es infectar el habla con la jerga de los abogados. Esto sucede por defecto, ya que no pueden aferrarse a autores como Platón, Locke, Hume o Marx. Entonces recurren a elucubraciones de tecnócratas en la ley:"causa", "imputados", "formalizaciones"... En el mejor de los casos me traen a la mente las ficciones de Kafka, que era abogado y repudiaba su profesión. En sus cuentos los culpables y los jueces son partes de un circuito angustiante e inverosímil. Kafka nos hizo ver que las consecuencias de juzgar bajo los cánones de la moralina es privarnos de la amplitud de posibilidades que abre la ambigüedad, lo eventual y lo inconsciente. Es olvidar la circularidad de los acontecimientos, de la repetición ineludible de la que somos testigos.