En 1852 un sobrino del gran Napoleón se hizo, en Francia, del poder total. Se llamaba Luis Bonaparte y hasta ese momento no era sino un aventurero de capa y espada sin la espada y sin la capa, pero sobre todo sin el genio de su tío aunque sí con su esplendoroso apellido. Apoyado por una heterogénea banda de rifleros políticos, todos tan audaces como él, Luis hizo flamear su nombre, agitó un vago programa de "ideas napoleónicas", prometió la república popular a unos y el orden social a otros y de ese modo se deslizó triunfalmente por entre las costuras de la enorme confusión y división del país político de verdad. Resultado: la augusta nación donde se había vivido una de las revoluciones más importantes de la historia, donde facciones realistas de gran abolengo histórico se disputaban la oportunidad de una restauración monárquica, donde los barrios de París estaban repletos de socialistas, de gacetilleros revolucionarios y activistas de sótano y altillo, la "Grande Nation" donde se discutían las más elevadas ideas y se habían hecho las más famosas proclamaciones mientras la sangre corría a raudales en épica lucha por la libertad, la igualdad y la fraternidad, esa misma nación, de súbito, se sorprendió a sí misma eligiendo como Presidente de la República a este Bonaparte de utilería y casi en seguida se asombró aun más viéndolo protagonista de un sangriento golpe de Estado; como si fuera poco, a corto plazo y con el apoyo de los pequeños agricultores, siempre la clase más conservadora de Francia, Luis se proclamaría emperador bajo el nombre de Napoleón III. Y en esa condición gobernó casi dos décadas hasta la estrepitosa derrota francesa frente las hordas prusianas de Von Moltke.
¿Cómo pudo suceder? No hubo historiador del siglo XIX que no intentara explicarlo y el esfuerzo continúa hasta el día de hoy. Aun literatos -como Víctor Hugo, quien escribió desde el exilio y en vida de Luis una feroz vituperación titulada Napoleón el Pequeño- y profetas de la historia y mesías del socialismo, como Karl Marx, intentaron hacerlo. El ensayo de Marx, titulado El 18 de brumario de Luis Bonaparte, es quizás el mejor de todos los trabajos confeccionados al calor de los acontecimientos, pieza repleta de análisis aunque también, como era usual en dicho autor, de ataques personales y rabioso desdén.
Los análisis, los insultos, las burlas y las pullas que se abatieron en profusión sobre Luis Bonaparte desde el primer día de su gobierno, suerte de democracia imperial a base de plebiscitos manejados con el mayor descaro por las autoridades locales, clara o confusamente apuntaron la misma razón: este Napoleón menos Tercero que de tercera y de tardío reestreno, aventurero de extraña personalidad, mezcla de timidez y audacia, intereses académicos y arrebatos militares y nacionalistas -que lo enredaron en una guerra en Crimea, aventuras en Italia y el epílogo sangriento de 1870- no habría podido llegar donde llegó a no ser por la total desintegración de la política francesa. Paralizada, dividida, neutralizada por amenazas de signo contrario, dejó espacio para el ascenso de un "parvenu" y con eso creó las condiciones, a 20 años plazo, para el desastre monumental de la guerra Franco-Prusiana, La Débâcle que noveló Emile Zola.
¿A qué viene todo esto? ¿En qué nos incumbe? Viene como apropiada muestra de que no hay sistema político, aun si es glorioso, histórico, tradicional y repleto de talento, como lo era el de Francia, capaz de resistir el empujón de un demagogo y oportunista si el desorden imperante y la falta de acuerdos hastía a la población y presta oídos a un salvador providencial. Es progresivamente el caso de Chile, el escenario al que se aproxima paso a paso y cada vez más rápido, aunque restando del cuadro la gloria y el talento. Pero aun sin haber mucho de esto último, al menos algunos protagonistas avizoran los peligros. Es una amenaza a la que se ha bautizado, hace tiempo ya, como "populismo", fantasma que otros rechazan del mismo modo arrogante y fanfarrón con que en los años 60 rechazaban la posibilidad de que en Chile hubiese jamás un "golpe de Estado".
Opera en esto una confusión conceptual entre "duración" y "resistencia". Aun la flor más delicada puede durar mucho tiempo si se la mantiene con exquisitos cuidados, lo cual no significa que sea resistente. Es lo mismo con las estructuras políticas; en Chile, la república clásica con un sistema de partidos ha podido durar por lapsos a veces largos, pero SIEMPRE QUE se mantuvieran sus -en sí mismas- frágiles condiciones de existencia. Hablamos de los vectores demográficos, culturales, sociológicos y económicos que en cada caso hicieron posible -y luego imposible- todas sus variantes, a saber, la república oligárquica y agraria del siglo XIX, la república parlamentaria de entre 1891 y 1920, los regímenes radicales entre 1938 y 1952, las reformistas de entre 1964 y 1973, y los gobiernos posmilitares hasta este momento.
Una de las condiciones de esta última república, la posmilitar, está ahora casi en ruinas: hablamos del sistema político, el cual está fundado en la legitimidad y capacidad operacional del Ejecutivo, el Legislativo y los partidos. Al deteriorado estado de todos esos componentes se agregan fenomenales cambios culturales y demográficos que sacuden con enorme fuerza el resto del edificio institucional. El efecto total podemos resumirlo así: el joven del pasado que acababa de cumplir 21 años sentía con emoción su flamante derecho a voto y era posible, a su vez, que con eso le interesara militar en un partido, en sus "juventudes", ya fuese en las universidades o hasta en los colegios; el joven del presente que acaba de cumplir 18 años y ganado automáticamente el derecho a voto siente a menudo extremo desprecio por esa franquicia, lo hace quizás ya desde los 13 años, puede que preste oídos a sectas de barrio o paraninfo que vociferan la guerra total contra el sistema, desprecia al Estado tal como es, considera a los políticos como enteramente corruptos y se adivina que, dadas ciertas condiciones, abandonará su actual pose histriónica de indiferencia y/o fastidio para alinearse ciegamente con el primer paladín de la historia que le haga tilín en el alma.
Eso es una demolición. Es el derrumbe de los prerrequisitos psicológicos del sistema. Si ya es grave que la población adulta le retire progresivamente su apoyo, ¿qué cabe esperar si la generación de relevo nunca se lo dio ni dará?
Bonaparte criollo
¿Quién podría ser y de dónde salir, en Chile, el Luis Bonaparte que venga a prosperar en los entresijos del sistema y preparar una eventual catástrofe? En la derecha hay un caballero que pinta como Superman, pero ese es un rol distinto; Superman sólo tiene poderes y mecánicas, el salvador providencial debe tener magia y hermenéuticas. Además, algo entrado en años, el candidato a Superman ya no sale volando por la ventana del baño, sino toma el ascensor. Bonaparte ha de ser más joven, ojalá novedoso y suscitar simpatía.
¿Y en la izquierda? El panorama no es más auspicioso. Gran parte del sector huele a pañales desechables para la tercera edad. Otros están por debajo, incluso, de una discreta medianía. Lagos Weber es agradable y hábil, pero su apellido lo convierte en parte filial del sistema. Y los pimpollos carilindos son demasiado jóvenes. Para otra vez será.
Queda entonces sólo Marco Enríquez-Ominami. ¿Por qué no? La Concertación, para sobrevivir, sacó del tanque a la señora Bachelet; bien podría ahora sacar de la chistera a este locuaz joven. Como Luis, hace uso profuso y hasta porfiado de uno de sus nombres, el sacralizado "Enríquez", quien ocupa un lugar en el panteón de la izquierda. Unas cuantas y recientes canas pintadas en los aladares le dan cierto aire de madurez imprescindible para ganarse a los caballeros. Si tan sólo dejara de regalarle territorio a Bolivia, quién sabe...