PROFESOR, ensayista, poeta, crítico y naturalista, Luis Oyarzún (1920-1972) fue una de las figuras centrales de la intelectualidad chilena. Se graduó simultáneamente en Derecho y Filosofía en la Universidad de Chile, aprendió inglés, francés y alemán con diccionario en mano y luego continuó en Londres estudiando historia del arte. Para Jorge Teillier era uno de los pocos humanistas de este país: "Se siente tan a gusto en China como en Chiloé, en la cátedra universitaria, conversando con un labriego, con un ferroviario o con un lord inglés".
Tras su muerte, cada rescate de su obra -Defensa de la tierra, Meditaciones estéticas, Diario íntimo- se ha convertido en un acontecimiento. Ahora, la biografía escrita por Oscar Contardo -Luis Oyarzún: un paseo con los dioses- también lo es. Las razones son varias. Está muy bien escrita, contiene abundante información y arroja una imagen vívida de la escena cultural del Chile de los años 50 y 60, cuando las vanguardias se cruzaban con los movimientos sociales y era difícil conservar el espíritu crítico. Oyarzún lo logró. Su rechazo a la izquierda era casi biológico y de la Falange lo aburría el "tono de sacristía y seguridad trascendental". El texto que publicó para defender a Nicanor Parra después de tomar té con la señora de Nixon es un ejemplo de elegancia, ironía y convicción.
Las buenas biografías plantean dilemas éticos. En su diario, por ejemplo, Luis Oyarzún se refiere a su homosexualidad apenas una vez. Esta biografía, en cambio, intenta despejar sus relaciones, siempre intermitentes y no exentas de sufrimiento. ¿Sobrepasó Contardo los límites? ¿Fue impertinente o irrespetuoso?
En ningún caso. La biografía es, por definición, un género indiscreto. Como dice Janet Malcolm en ese libro extraordinario que es La mujer en silencio, hay un pacto de complicidad entre biógrafo y lector: ambos acuden juntos a mirar por la cerradura para ver qué ocurre dentro del dormitorio. La biografía se alimenta del voyerismo.
Malcolm investigó los problemas que enfrentaron los biógrafos de Sylvia Plath. Su esposo había destruido el diario que ella llevaba al suicidarse y bloqueó la historia. Para Malcolm, esa actitud revela la incomprensión de que los muertos carecen de privacidad. Más aún, la muerte transforma ciertas vidas en asunto de dominio público.
Como es natural, los descendientes quieren proteger la imagen del biografiado. Los biógrafos, a su vez, quieren llegar al fondo de los cajones. Ese tira y afloja les da a las biografías un carácter tentativo, de aproximación, como sucede con el trabajo de Contardo. Cuando pareciera que todo salió a la luz, el autor cuenta que el familiar encargado del legado de Oyarzún tiene una libreta que consigna una pelea con un tal Ronnie, personaje del que no tenemos antecedentes. Pero no deja que lea la libreta. "El sobrino -escribe el autor- considera que aquellas anotaciones no encajan con el hombre que él conoció, desentonan con su prestigio intelectual, con la ternura y delicadeza de su pensamiento".
La tensión entre lo que autorizan los albaceas y lo que busca el biógrafo es el motor del género. Algo dice, sin embargo, que cuando los límites se explicitan gana no sólo la transparencia y calidad de la investigación. Gana también el lector.