Desde hace algunas semanas sabemos del delicado estado de salud de Nelson Mandela, el primer presidente sudafricano de raza negra. Gran parte de la ciudadanía se ha volcado con cariño a acompañar al nonagenario líder en este momento tan difícil. Entre las muchas razones que lo hacen una figura crucial del siglo XX, aquí sólo me referiré a una de ellas: su decidida vocación a construir una Sudáfrica unida.

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El 10 de mayo de 1994, Mandela fue elegido presidente, luego de que su partido Congreso Nacional Africano obtuviera más del 60% de los votos. Con esto, terminaban más de tres siglos de dominación de la minoría blanca sobre aquella mayoría negra despreciada como inferior en dignidad y derechos.

A partir de ese día, el Presidente Mandela –así lo narra en su autobiografía "El largo camino hacia la libertad"– comenzó a concretar uno de sus principales objetivos, tan importante como erradicar el racismo: construir una Sudáfrica unida y reconciliada. Su anhelo por la libertad no se fundaba en la lucha de etnias, sino en la batalla contra un sistema represivo, discriminatorio y arbitrario como el apartheid. Era necesario combatir el mal no con otro mal, sino con el bien.

Mucho antes de ser electo, Madiba entendió que era necesario alcanzar un gobierno de mayoría dentro de un Estado unitario, pero no construido a partir del odio que buscara una dominación de negros sobre blancos con ánimos revanchistas, sino dentro de un contexto democrático: "los blancos son compatriotas sudafricanos y queremos que se sientan seguros, y que sepan que somos conscientes de su contribución al desarrollo de este país", dijo pensando en el bien de la sociedad que le correspondería gobernar.

Desde que comenzó las tratativas para iniciar una transición, siempre sostuvo a las autoridades blancas que al terminar con el racismo se aseguraría la paz social. Por eso, cuando hizo llegar sus planteamientos al Presidente fue contundente: "el gobierno de la mayoría y la paz interna son como dos caras de la misma moneda. Los sudafricanos blancos han de aceptar sencillamente que nunca va a existir la paz y la estabilidad en este país hasta que ese principio sea aplicado".

En definitiva, siempre tuvo una clara visión de futuro: un país de verdad es un país cohesionado, democrático y sin racismo. Al salir de la cárcel, afirmaba categórico: "sabía que todo el mundo esperaba que albergara resentimiento hacia ellos. Durante mi estancia en la cárcel mi ira hacia los blancos había disminuido; por el contrario, había aumentado mi odio hacia el sistema. <strong>Quería que toda Sudáfrica viera que amaba a mis enemigos,</strong> aunque aborrecía el sistema que nos había enfrentado".

Así lo entendieron también algunos blancos, en una obra común que fue reconocida a nivel mundial. Por eso Mandela recibió el Premio Nobel de la Paz en 1993 junto a su predecesor F.W. de Klerk, hombre blanco, pero que compartía la necesidad de avanzar hacia un sistema integrador y justo, un bien que el líder sudafricano comprendió y que es válido para todas las sociedades.

Las noticias de las últimas semanas nos llenan de dolor, porque Mandela está muriendo. Pero también podemos estar seguros de que su vida y su obra vivirán para siempre.