Cosas que nunca te dije, de María José Viera-Gallo, contiene siete cuentos, los que se pueden catalogar como mayoritariamente malos y mediocres, pues solo hay dos aceptables. Aquellos que se distinguen, Zúrich y El reino, son los primeros del libro, algo que no resulta casual: es una conocida estrategia editorial la de ubicar al principio los textos de mayor calidad. En general, las narraciones de este volumen tienen un alto contenido autobiográfico, lo que no garantiza nada, pues el tema pasa a ser irrelevante si la manera en que está expuesto presenta deficiencias. Además de algunas vistosas faltas de ortografía, existe aquí un anquilosamiento expresivo que tiñe de inoperancia los esfuerzos de la autora.

Zúrich expone una historia familiar que se desarrolla entre la Europa del exilio, el Chile de los años 80 y el presente. Cierta pregunta que le dedica la narradora a su padre, en apariencia inocua, da pie a un relato vivencial que efectivamente suscita interés en el lector y que conduce a un desenlace bien pensado. El reino es el recuento de una madre que enfrenta como mejor puede la enfermedad de su pequeño hijo Gero, enfermedad llamada "el mal impronunciable". El componente fantástico, ubicado al final del cuento, le otorga a este buena parte de su valor.

En varias ocasiones, los personajes de este libro hablan acerca de la década de los 90. Por lo general, lo hacen para execrar el Chile de aquellos años, algo que no tendría nada de malo si es que uno no percibiese que en la autora persisten, precisamente, ciertos atavismos narrativos muy propios de esa época. Para decirlo de otro modo: Viera-Gallo ofrece un discurso que a estas alturas suena anticuado. En el plano estrictamente literario, la paradoja es aun más evidente: la escritora se apega a usos y técnicas que no aportan novedad alguna y que solo resaltan las limitaciones de su conservadurismo expresivo.

Al momento en que ella intenta subvertir lo anterior, puesto que está consciente del defecto, sobreviene la catástrofe: las innecesarias y forzadas notas a pie de página en "Composición" dan un ejemplo de ello. Otro asunto grave es el cambio de género: cuando son mujeres las que se expresan, ya sea en calidad de narradoras o protagonistas, el lector tiende a simpatizar con sus personalidades. Pero si se trata de hombres, surge la confusión, y, tal como me sucedió a mí, es posible suponer por más de un instante que tal o cual personaje es una dama, cuando, no, en realidad era un varón.

La inclusión de clichés relacionados con el oficio de escribir tampoco contribuye a digerir con gusto estos cuentos. "Memoricé diez veces lo que iba a decirle al escritor, pero los escritores son personas de preguntas, no de respuestas, y terminé siendo yo el interrogado. ¿Por qué quería escribir? ¿Me atrevía a hablar de lo que más me dolía? ¿Estaba dispuesto a dejar todo por la literatura, a pelearme con mis padres, mi mujer, mis hijos?". Otras veces, son las frases hechas las que le agrían a uno la lectura: "Debía estar muy sola como para escribirle a una perfecta desconocida como yo, ¿pero quién no lo estaba?".

Siendo optimista y buena gente, sería fácil aventurar que a este libro le faltó tiempo: habría que haber esperado más, hasta reunir siete cuentos que fueran de calidad similar a los dos primeros. Sin embargo, no se trata de eso, pues Viera-Gallo no es una escritora primeriza. La madurez literaria implica riesgos, y es precisamente eso, el afán de búsqueda, lo que uno echa de menos.