Esta semana, mientras se exhiben los últimos capítulos de Pituca sin lucas, TVN estrenó Matriarcas. El canal público quería vestirse con las ropas de la novedad y desplegar toda su artillería pesada colocando el reencuentro de su pareja clásica, Claudia Di Girólamo y Francisco Reyes, como una señal de equilibrio; todo de la mano de Verónica Saquel, quien junto con traer a varios actores íconos de la señal, trabajó con un guión de Sebastián Arrau, quien escribió Primera dama, uno de los buenos culebrones hechos en el país en la última década.
No funcionó. O funcionó a medias. Un punto bueno: por lo menos los decorados no parecen los de una película pornográfica, como pasaba cuando Alex Bowen estaba a cargo del área dramática. Pero algo no cuaja en Matriarcas, que es la historia de cómo Di Girolamo trata de encontrar a sus 33 nietos desconocidos, todos hijos de Emilio Edwards, quien alguna vez donó su esperma. Sí, todo suena desquiciado pero aquello es una marca de Saquel, que muchas veces ha tenido éxito trabajando con premisas extremas. Aquello estaba en Machos y Brujas, cuyos argumentos se desprendían de una idea ridícula que era capaz de poner a varios mundos en conflicto para narrar, entonces, cómo las identidades de los personajes debían recomponer su estatus sacudido de golpe.
El problema es que en esta teleserie el tono de farsa está tan extendido que impide posibilidad de representación alguna con el público. La parodia lo devora todo sin dejar un ancla para que el espectador pueda leerse dentro de la historia. Todo está servido para la comedia, pero es tan desesperadamente intencionado que resulta forzado y a ratos patético. Las actuaciones exageradas conviven con la búsqueda de cierta risa fácil y la presencia de personajes estereotipados con una narración caótica donde sólo Catalina Saavedra parece sobrevivir con eficacia. Eso no permite que la picaresca (Reyes), la caricatura de la siutiquería (Di Girolamo) o el humor popular (Juan Falcón y Coca Guazzini) respiren y se desarrollen.
Matriarcas debió sacudir la pantalla, pero no lo hizo. La vuelta de Di Girólamo era una señal de restauración. Mega había hecho lo mismo con Rudolphy y Volpato en Pituca, que era una telenovela con la moral de TVN de los 90, una vuelta a una fórmula cuyo éxito estaba relacionado con la memoria catódica del espectador.
Esa memoria era lo que estaba en juego en Matriarcas: el reestablecimiento de una tradición, la posibilidad de una vuelta a un orden. Di Girólamo y Reyes representaban la historia de Chile en la medida de que por décadas sus rostros habían servido para encarnarla en un montón de paisajes y situaciones, como si la química que proyectaban fuese un signo inalterable de algo parecido a una identidad nacional. Pero en Matriarcas todo eso es imposible de ver porque hay tanto ruido de fondo y porque cualquier clase de empatía está desterrada en una farsa que quizás no es conciente de que es tal. Lo anterior es triste y quizás delicado. Al parecer, TVN perdió la guerra de las teleseries sin ni siquiera haberla peleado.