Llegó a incluir trucos de magia en su show. Así de elocuente era la ambición artística de Maurice White, un hombre que después de 10 años de trabajar duro en su propio proyecto veía cómo su banda Earth, Wind & Fire se convertía en el primer grupo negro en agotar entradas en el Madison Square Garden, de Nueva York. Había todo un gesto simbólico en lo que conseguía su banda iniciada con ese nombre en 1971.

No solo consolidaba una visión. También confirmaba un nuevo estatus para la música negra dentro de una escena que todavía, y a pesar de la influencia del cancionero afroamericano, miraba con recelo lo que podían conseguir los músicos de este color de piel.

Y no solo fue un hito numérico. Generalmente asociado a la fiebre de la música disco -por la amplia repercusión radial que tuvieron éxitos como Boogie Wonderland (1979) y Let's Groove (1981)-, lo de Earth, Wind & Fire y Maurice White, su principal creador y compositor, superaba ampliamente el nicho del hedonismo y la pista de baile. Este conjunto que fue bautizado con los elementos zodiacales ligados al propio signo de White, Sagitario, sumaba muchos otros ritmos. Soul, funk, R&B y altas dosis de jazz fusión se mezclaron en justa medida hacia mediados de los 70 en discos brillantes como That's the Way of the World (1975), Spirit (1976) y All 'N All (1977). De ahí que lo de Maurice White, el hombre que murió hace un par de días víctima de un cáncer que le fue diagnosticado en 1992 y que lo retiró definitivamente de los escenarios dos años después, sea visto hoy como una innovación. Como el antecedente más nítido para el lugar privilegiado que en los 80 ocuparían nuevos héroes de este catálogo como Michael Jackson, Lionel Richie y Prince.

Este músico nacido en Memphis y que se crió musicalmente en Chicago como baterista de iconos del blues eléctrico como Muddy Waters, introdujo en su música y en el cancionero occidental un instrumento de origen africano llamado kalimba ("mbira" en su lengua original), un pequeño teclado de madera con láminas de metal que se toca con los pulgares y a la que le dedicó una canción, la estupenda Kalimba Story (1974), y le terminó atribuyendo un don espiritual. Porque eso también fue parte de su visión: que sus canciones superaran lo musical y que tuvieran la facultad de curar y conectar con el cosmos. Quizás con eso enfrentó la enfermedad y la muerte. Con la certeza de haber conectado a miles con el ritmo y el mensaje de un repertorio que llevará su nombre grabado a fuego.