La ex estrella Disney apostó por una polémica estrategia para dejar atrás la candidez asociada con esa marca y aparecer como una figura transgresora.
Todo es parte de un plan y cada fase se estudia "como un ejército que se va moviendo paso a paso". Así habla Miley Cyrus en el documental The Movement, lanzado tras su comentada actuación en los últimos premios VMA de MTV. Con tono estentóreo y sonrisa de suficiencia, detalla a la manera de un general o un gerente sus pasos para convertirse en la próxima Britney Spears y repetir así el triunfo de la superestrella con origen Disney, que supera la candidez y el puritanismo asociados a la marca, para mutar en una semidiosa de áurea erótica y transgresora.
Desde la gran factoría de entretenimiento infantil se lanzan infinidad de rostros y voces de rápido consumo, pero muy pocos logran traspasar con éxito la barrera de la adultez. Ni Selena Gómez ni Demi Lovato se han desligado de las ataduras de la casa del ratón Mickey. Siguen cultivando el rol de heroína frágil, mientras Miley Cyrus hizo otra lectura. Comprendió la necesidad de cerrar etapas para optar a nuevos públicos. Nació en el ambiente de los espectáculos gracias a un padre famoso -la estrella country Billy Ray Cyrus-, a los 14 años se convirtió en Hannah Montana, usó un anillo de pureza al igual que los Jonas Brothers -símbolo de castidad promovido desde la administración Bush-, y apenas cumplió la mayoría de edad se emancipó con una seguidilla de maniobras: el personaje Disney pasó a retiro sin lamentaciones, redujo sus tallas y los centímetros de tela en su vestuario, se cortó parte del cabello con afeitadora como si se alistara para la guerra, y declaró formalmente las ganas de devorarse al mundo.
En el turno de Cyrus el contexto dista del escenario de Britney a fines de los 90, quien lidiaba torpe entre la virgen declarada bailando como cabaretera, y la chica sana que tras bambalinas comía chatarra y combatía el acné. En cambio, la ex Hannah Montana confiesa abiertamente su afición por la marihuana y el éxtasis, como desecha por anticuada a la cocaína. Lee a su público masivo post tween y sub 25 mucho más liberal en materias narcóticas, a sabiendas del golpe de efecto contenido en tal muestra de sinceridad diseñada con asesores.
Si hasta hace un tiempo la costumbre entre las princesas del pop era insinuar tendencias bisexuales y hacer sonar la caja registradora -con I kissed a girl, Katy Perry alcanzó el número 2 del ranking Billboard-, en las últimas temporadas reditúa hablar de drogas o filtrar fotos de presumible consumo. Hace 45 años la generación rock capitaneada por Lennon y McCartney contaba públicamente sus experiencias lisérgicas en pos del arte, mientras hoy Justin Bieber, Rihanna y Miley Cyrus se remiten a transmitir simple hedonismo individualista.
La ventaja de Miley respecto de sus competidoras además es generacional. Sus 21 años juegan a favor. La letanía estética y discursiva de Lady Gaga alimentada desde la extravagancia luce desfasada de las audiencias más jóvenes. Cyrus antepone la actitud y los envoltorios sin decir demasiado en sus letras. En Bangerz, la cuarta producción con su nombre lanzado en octubre como si fuera el debut, por ser la primera tras Hannah Montana, canta predeciblemente sobre amores sufridos y parrandas. "Para mí el movimiento tiene que ser algo más grande que un disco", reflexiona la cantante en aquel documental bitácora de su ascenso, dejando en claro cómo hoy en la industria del pop el valor de un álbum se relativiza. La música es sólo parte de una trama más grande, donde impera el personaje y las canciones son accesorias. R