Vivir en un campamento no es fácil. Cada día es una prueba, un esfuerzo con un final incierto.
Hace un tiempo conocí a Matías, un joven que vive en Colina, en el campamento Felipe Camiroaga. Trabaja en la construcción durante el día, jornada completa y ganando el sueldo mínimo, y estudia de noche en un instituto técnico, una carrera relacionada a la construcción y que le podría permitir tener un mejor futuro. Todos los días llega después de las 11 de la noche a su casa en el campamento, para levantarse a las 5 de la mañana el día siguiente.
Él y otras 19 familias viven en el campamento desde 2010. Están a más de 25 mil metros de un hospital y a más de 9.800 metros de una posta rural. Están colgados a la electricidad, reciben agua de un camión aljibe y no cuentan con alcantarillado.
Injusticias como estas son las que nos duelen como sociedad, que nos indignan y nos hacen levantarnos todos los días con el propósito de cambiarlas. Y por eso mismo resulta inmoral pedirles a las familias de Chile que se crean la idea de la meritocracia. Porque en un país como el nuestro, en un sistema individualista como este que hemos creado, hagan lo que hagan, se esfuercen cuanto se esfuercen, la idea de disfrutar la vida parece estar cada vez más lejos.
El esfuerzo es clave para la dignidad de las personas. Nos permite valorar el fruto de nuestro trabajo. Pero otra cosa es creer que el salario que se recibe es equivalente al mérito que uno tiene en obtenerlo. La verdad es que las personas tenemos la suerte de contar con ciertos talentos naturales, la suerte de haber nacido en algunas familias que nos dispusieron oportunidades, la suerte de haber conocido algunas personas, la suerte de que estos mercados actualmente valoren las habilidades que hemos adquirido, incluso la suerte de contar con ejemplos de esfuerzo que nos mostraran que ahí había un valor. La suerte, dado que no responde a decisiones ni esfuerzos propios, no es mérito personal.
En el Día Internacional del Trabajo me gustaría hacer un reconocimiento a las familias trabajadoras. A las familias de campamentos que no se creen el mito, pero que no por eso van a dejar de luchar por su futuro. Jefes y jefas de hogar que se esfuerzan enormemente por cambiar un destino que a ratos parece invencible.
Matías está convencido de que su trabajo es la única manera de sustentar sus estudios y de aportar a su familia. Aunque dependan de la llegada del camión aljibe para tener agua, aunque su baño sea un pozo negro y aunque esté muy cansado luego de trabajar ocho horas y estudiar otras cuatro, no se resigna a continuar viviendo así. Lo mismo ocurre con las miles de trabajadoras y trabajadores de los 660 campamentos del país.
Propongámonos que el futuro no sea incierto y pongámonos como meta la dignidad de todas las familias de Chile: la dignidad en la vivienda, en los derechos humanos, en agua, luz y alcantarillado. A los trabajadores de Chile no les pidamos esfuerzo, porque sí que lo hacen, pero qué poco se les retribuye. Pidámosles confianza y fortaleza, pidámosles organización en sus comunidades, para que sean ellos mismos los protagonistas de sus cambios. Pidámosle a las empresas que su principal responsabilidad social sea pagar salarios dignos. Transformemos el país con políticas públicas orientadas a los trabajadores que no tienen contrato, que no cotizan porque no les alcanza, que prefieren vivir al día porque más estabilidad es un peligro para su subsistencia. Pensemos en eso cada vez que hablemos del esfuerzo, porque esa lógica recompensa muy bien a algunos y desilusiona fuertemente a otros miles, y porque la desigualdad y la pobreza no sueltan fácil cuando te agarran. Esas dos no son un mito.







