HA SIDO comentario obligado entre la gente que sufre cuando se destruye nuestro patrimonio. El edificio de Morandé con Rosas, esa maravilla arquitectónica de 1909 que tiene influencia neoclásica francesa, está en serio peligro de demolición, pues una inmobiliaria quiere hacer en ese lugar una torre de 33 pisos. Poco importa que sea un inmueble con categoría de conservación histórica desde el 26 de mayo de 2008, ya que por esas casualidades tan chilenas de lavida, la empresa recibió la concesión para construir cuatro meses antes de esa fecha.

En el sur de Chile pasa algo menos terrible, pero igualmente deprimente. La familia dueña de la casa Ebel, una bellísima propiedad de 1932 que está en el centro histórico de Puerto Montt y que también tiene rango de Conservación Histórica, quiere mudarla a otra parte para construir un supermercado en el terreno donde ha estado por más de ochenta años. ¿Se imagina que trasladáramos el ex Congreso de calle Bandera a algún rincón de Providencia para hacer en ese terreno un mall? Lamentablemente, no se trata de excepciones ni de anécdotas. La casi nula importancia que les otorgamos a los hitos patrimoniales tiene que ver con nuestra falta de identidad y esa obsesión por creer que lo nuevo es sinónimo de bueno.

Sigamos con ejemplos. En la Librería Universitaria, que es parte de la Editorial Universitaria -institución ligada a la Universidad de Chile desde 1947-, tienen uno de los pocos murales de José Venturelli que se pueden ver en Chile. Hablamos de un artista de extraordinario talento, muerto hace ya 25 años, cuya obra Chile fue una de las pocas que se salvaron cuando el Edificio UNCTAD III pasó a ser el Diego Portales, básicamente, porque le gustó al comandante en Jefe. Pero vaya usted a tratar de ver el mural. No se puede porque el lugar donde fue pintado está convertido en una bodega hace más de un año.

Y eso que la misión de la Editorial Universitaria es "difundir el pensamiento cultural, académico y educacional". Si una librería, que vende cultura y que depende de la universidad pública más importante de Chile, nos niega el acceso al patrimonio artístico, ¿qué podemos esperar del resto de los mortales?

Le advierto que si se está deprimiendo, la anécdota que le voy a contar a continuación no le va a devolver el optimismo. De hecho, le sugiero que se afirme: En una visita a la iglesia de los Sacramentinos, esa joya del arquitecto Ricardo Larraín Bravo (Palacio Íñiguez, Caja de Crédito Hipotecario, Población Huemul, Arsenales de Guerra, Pasaje Adriana Cousiño) que empezó a construirse hace más de un siglo, el sacristán nos pasea amablemente por las dependencias de este edificio religioso inspirado en la Basílica del Sacre Coeur de París. Cuando uno de los visitantes (éramos pocos y todos chilenos) le pregunta al guía espiritual-turístico por el nombre del arquitecto, él, muy circunspecto, y con cara de profesor, contesta que se trata ni más ni menos que de un pariente de María Eugenia Larraín. "¿María quién?", pregunta otra persona. "Kenita Larraín, pues", nos aclara. Dios mío. OMG.Toda la genialidad de uno de los arquitectos más importantes en nuestrahistoria llevada a ser el antepasado de Kenita.

Retrocedo ahora a 2007, cuando el Apumanque renovó su fachada. El tema es relevante porque la fachada que tuvo hasta ese momento, y durante más de veinte años, era una gigantesca escultura de Matilde Pérez, una de las artistas más importantes de nuestra historia. Era arte cinético aplicado a un proyecto comercial, pura vanguardia, que lamentablemente terminó removiéndose porque así lo encargaron sus dueños. Hoy, por suerte, el mural se exhibe en la Universidad de Talca, lugar que su creadora eligió como destino final. Podría seguir con los constantes robos a las esculturas de los mausoleos del Cementerio General, con los habituales rayados a algunos de los edificios más hermosos del centro de Santiago, con el recuerdo de esas catorce manos de pintura que los militares le dieron al mural de Roberto Matta en La Granja para tratar de hacerlo desaparecer, con el nulo cuidado y cariño que el Metro de Santiago tiene por los mosaicos que se extinguen sin la más mínima restauración. Pero para qué. La idea queda clara. Nos importa un pucho nuestro pasado, nuestra historia y nuestro precioso patrimonio.T