Hay un momento en la vida de ciertos gobernantes en que, aun con buenas intenciones, todo sale mal. Es lo que le sucede a Barack Obama. Su más reciente escándalo -el intercambio de cinco talibanes presos en Guantánamo por el sargento Bowe Bergdahl, último prisionero de guerra estadounidense- nació de un acto de lealtad a las Fuerzas Armadas, cuyo código de honor exige extremar esfuerzos para rescatar a uno de los suyos si está en manos enemigas. Pero en el imaginario popular ha terminado siendo una negociación con el terrorismo responsable de los atentados del 11 de septiembre para liberar a un desertor cuya irresponsabilidad costó la vida de muchos soldados norteamericanos.
Esta imagen sólo se ajusta parcialmente a los hechos. Pero el relato que se ha instalado en el país por la minuciosa torpeza con que se ha manejado dicho episodio calza a la perfección con una percepción compartida incluso por los demócratas: la de un Presidente sin brújula ni rumbo.
La Casa Blanca sabía lo controvertida que sería la negociación con los seguidores de Mulá Omar, el jefe talibán que continúa en libertad. No ignoraba que Al Qaeda y el yihadismo, luego de un retroceso, vuelven a expandirse (un trabajo de la RAND indica que hay unos 100 mil hombres en armas y que los grupos afines o subordinados han aumentado un 58% desde 2010).
<em> </em><em>Ni que un 30% de los presos de Guantánamo liberados en distintos momentos han vuelto a las andadas</em><strong><em> (incluyendo los tres marroquíes que salieron hace 10 años y acabaron fundando Harakat Sham al Islam, un grupo fanático que pelea en Siria).</em> </strong>
Obama no podía no saber que el sargento secuestrado había abandonado su puesto en Afganistán denunciando -ante su familia y su pelotón- una misión en la que no creía. Tenía que tener muy contado el dinero que ha costado buscarlo todos estos años, y las vidas perdidas directa o indirectamente por esa búsqueda.
Por lo tanto, si algo debía cuidar era la forma de realizar y de justificar el intercambio de prisioneros con los talibanes. Especialmente teniendo en cuenta que, como a veces sucede, hay cosas que no se pueden decir en detalle. Entre ellas, el esfuerzo que, aprovechando esta negociación, realiza Estados Unidos para reunificar a los talibanes a fin de tener a un interlocutor sólido y creíble con el que sellar un acuerdo que ponga fin a la insurgencia terrorista en Afganistán (uno de los cinco liberados, Mulá Fazil, fue jefe del "número 2" de los talibanes, Mulá Zakir, quien mantiene tensas relaciones con el resto de los líderes). Esto, que podría justificar más adelante el intercambio, no sirve como punto de apoyo para Obama hoy: además de que no puede revelarse todo el tinglado justificatorio oficialmente, no hay garantía de que los talibanes, que ya en 2013 rompieron el diálogo con Washington sobre el fin de la lucha armada, acaben pactando eso mismo.
Pero Obama hizo todo lo que había que hacer para que este episodio lo dejara mal parado. Ignoró por completo al Congreso (acaso violando la Constitución), dejó en ascuas a su propio partido (que ahora lo culpa de agravar el riesgo de que los demócratas pierdan el Senado en noviembre) y dio a los republicanos (que andan sin líder) todas las municiones del mundo. No hay en política nada más contraproducente que quedarte solo. Obama ha hecho una apuesta poco menos que ontológica por la soledad.
Con los días, se va situando, en política exterior, en la órbita de Jimmy Carter, lejos de la de Harry Truman o Bill Clinton.