Vamos por lo fácil. Lo más interesante del año 2015 casi no tuvo rating, no fue impulsado por sus canales y existió en una especie de tierra paralela, en un universo invisibilizado por las teleseries turcas, los dating shows y las noticias sobre lanzazos y portonazos. Lo anterior suena como una reducción, pero programas como Chile en llamas (CHV), Zamudio: perdidos en la noche (TVN) o Guerrilleros (CHV) pasaron casi desapercibidos para el público y la potencia de sus imágenes pareció perderse en un océano de banalidad mezclada de pánico social. Así, el riesgo fue sancionado con la invisibilidad y lo obvio (con las turcas a la cabeza) elevado a nivel superlativo. De este modo, mientras Carmen Luz Parot contaba la traumática y vergonzosa historia de la relación del Estado con los artistas locales en Chile en llamas, en Alerta máxima el mismo canal celebraba -como si el periodismo fuese algo parecido a un videojuego- una lista interminable de allanamientos policiacos y detenciones nocturnas, relatando como una película de acción las condiciones de vida de las zonas más vulnerables de nuestra sociedad. Lo mismo corre para TVN:  mientras Zamudio construía un mapa posible de la clase media de un Santiago apenas entrevisto, un bodrio como Lip Sync mostraba al diputado Pepe Auth vestido de cuero, arriba de una moto y rodeado de bailarinas; al modo de un galán otoñal que consigue por primera vez actuar en una kermesse escolar.

Esa tensión definió cómo nuestra televisión negoció con el imaginario de nuestro presente. Este fue el año en que Bachelet se confesó con Don Francisco a tal punto que fue capaz de sacrificar a su Ministro del Interior en cámara. También fue el año en que se acabó Tolerancia Cero, que no tuvo funeral vikingo sino un fin más bien impresentable. Recordemos: en las mismas semanas en que Jaime de Aguirre -ex director ejecutivo de Chilevisión- era despedido del canal luego de una mala gestión económica y tras haber sido implicado en el caso SQM por unas boletas millonarias, Fernando Villegas relativizaba delante de Carmen Gloria Quintana la posibilidad de justicia en los procesos de Derechos Humanos, Fernando Paulsen renunciaba a la estación para volverse un lobbysta y Matías del Río se cambiaba a TVN para animar el noticiaro central. La llegada de Mónica González fue una anécdota efímera que vino a paliar una situación más bien terminal, el apronte de un futuro que jamás llegó. Mientras, Sábado Gigante  terminaba de morir en Miami, con saludos de Barack Obama y en medio de un carnaval más bien lejano y quizás insulso. Que Canal 13 haya decidido ocupar el gigantesco archivo del show en un programa al mediodía solo reafirmaba esa condición de fósil, de paseo por una memoria donde la tele era precaria pero también deforme; ahí, Kreutzberger animado por una violencia y una sorna que sintonizaba con el autoritarismo de los años más duros de Pinochet, que fueron los mismos donde tuvo su momento de gloria.

Hay más cosas, pero no vale la pena detenerse en ellas. O sí, un poco, pero ya las conocemos. Ya hemos hablado acá del fin de TVN y la desastrosa gestión de Carmen Gloria López, Nicolás Acuña y Eugenio García. También nos hemos referido a cómo Chilevisión terminó de volverse un canal sensacionalista y extremo o cómo Mega usó todas las armas que tuvo para conseguir un liderazgo absoluto como un espacio que define los bordes de ese concepto inasible que es la familia chilena. También hemos mencionado cómo La Red se hizo un harakiri y mató a su departamento de prensa; y cómo UCV programó una sitcom mínima y preciosa como Los años dorados al lado de programas como Generación perdida, lejos el show más imbécil y triste perpetrado estos meses.

Porque fue extraño ver televisión abierta este año. No hubo demasiadas pautas, ni líneas editoriales, ni horizontes. Quizás en eso la tele se convirtió en el correlato de lo que pasó en política: mientras que nuestra institucionalidad veía puesta en entredicho su autoridad y legitimidad por escándalos como SQM, Penta, el confortgate y Caval, la industria del espectáculo también era sacudida por una confusión que en cierto modo revelaba las distancias con el imaginario que aspiraba a representar o inventar. La desconfianza ante la clase política se convirtió en algo paralelo a la desconfianza en nuestra televisión y a la incapacidad que ésta tuvo a la hora de sintonizar con relatos que tuviesen sentido con los espectadores. Aquello corrió para los culebrones locales; salvo Mega, que apostó por las viejas recetas ultraprobadas de María Eugenia Rencoret, todos se estrellaron, todos se perdieron. La pregunta es hasta qué punto la ciudadanía pudo verse ahí, en el país falso de las pantallas. Imposible saberlo con certeza. Quizás la crisis de la tele abierta se explica porque ahí ya nadie tiene nada que decir, engolosinados como están en la repetición de viejas fórmulas, en relatos e imágenes gastados, en determinismos ciegos, en ficciones revenidas que han perdido el sentido pues no son capaces de reflejar la realidad y, por lo tanto, les resulta imposible inventarla como ficción o documento, para tejerla como un relato posible que hable del mundo y de quienes viven en él.