LOS PROGRAMADORES de los canales eligen las películas de Semana Santa como si cada año partiéramos de cero, es decir, como si en su mente solo existieran niños de siete años que desconocen la historia de Jesús. No hay noción de continuidad y, por lo tanto, a la inmensa mayoría no le queda más que repetirse Los 10 mandamientos, Rey de Reyes o Ben Hur. Todo bien con ellas; de hecho, son parte de lo mejor del cine bíblico. Pero el legado de Cristo y la enorme diversidad de historias que contiene la Biblia, con odios fraticidas, tormentos interiores y misterios insondables, no pueden limitarse al cine de sandalias y olivos en medio del desierto.
Pienso en dos películas extraordinarias de este siglo: Leviatán de Andrey Zvyagintsev y El árbol de la vida de Terrence Malick. La primera es una desgarradora versión del mito de Job. Como pocos directores actuales, Zvyagintsev deja hablar a las imágenes: vemos la tierra y el mar y las nubes y las torres eléctricas y los caminos y la luz, que despunta muy temprano, la luz helada y metálica de un pueblo ruso posindustrial que bien podría ser Puchuncaví o Ventanas. La trama gira en torno a un mecánico al que le van a expropiar su casa, y que también tiene dificultades con su pareja y su hijo adolescente.
El árbol de la vida tiene una parte que se desarrolla en el paraíso, pero la luz de lo sagrado brilla realmente en las imágenes terrenales, como cuando la madre se queda unos días con sus tres hijos y se manguerean en el pasto, riéndose despreocupados, dichosos, a salvo de ese padre inflexible que por fin salió de viaje. Qué maravilla la felicidad de esa mujer, su exuberancia y, por qué no decirlo, verla tocada por la gracia.
Si hubiese un poco de ambición, un poco de riesgo, este fin de semana tendrían que dar Andrei Rublev de Tarkovski, que arranca con el peregrinar de tres monjes que pintan íconos y concluye con la aventura, épica, de una aldea que construye una campana para la catedral. Entre medio (la cinta dura 3 horas y 25 minutos) asistimos a diversas manifestaciones de la envidia, la traición, el egoísmo y la crueldad. El filme invita a preguntarse qué es el pecado y si la penitencia tiene algún sentido. De pronto, como le dice un anciano a Rublev, la humanidad ya ha cometido todas las bajezas y ahora sólo las repite. Tarkovski dedica los 10 minutos finales a mostrarnos pinturas religiosas con una música que eleva el alma, en lo que sin duda es el final más sublime de la historia del cine.
Todo esto es poco literal, dirán algunos. Pues vamos entonces con El evangelio según San Mateo, de Pasolini, que está en las antípodas del histrionismo de Jesucristo superestrella, la aridez de La última tentación de Cristo o esa violencia que raya en la pornografía de La pasión de Cristo. Pasolini se concentró en un realismo despojado y su Jesús no solo tiene el pelo corto, sino que posee una seguridad que a veces raya en la soberbia. Lo mejor es cómo registra esa tensión que se daba en el pueblo (y en los propios apóstoles), en momentos en que coexistían la incredulidad y la fe.







