Esto quizás es un cuento. Mario tiene entre 30 y 40 años. Es dueño de A Tavola di Mario, un restorán de La Reina. Mario no es cocinero profesional, pero inventó todo el menú de su local, que se está hundiendo. Mario debe $30 millones de pesos, el administrador no hace nada, los meseros odian todo, el chef tiene la cocina llena de cosas podridas y, por supuesto, la comida es cara y malísima. Hasta ahí llega Gustavo Maurelli, chef uruguayo. Estamos en Pesadilla en la cocina, el nuevo show de Chilevisión que toma la franquicia que hizo famoso a Gordon Ramsay. En el programa original, Ramsay, un iracundo legendario, recorre Estados Unidos salvando restoranes. Maurelli ocupa su lugar acá. Es tan rabioso como acogedor, tan tierno como tajante. Así llega a salvar a A Tavola di Mario. Ahí se cruza la mujer de Mario, quien confiesa que los dos se están yendo al diablo. El restorán les está tragando la vida. Maurelli escucha. A ella ni siquiera le gustan los platos del local. La cámara documenta todo como algo inverosímil: hay desorden, una absoluta falta de higiene y, para rematarlo todo, Mario se emborracha con sus amigos ahí mismo, en pantalla. El show muestra al local lleno. La conclusión es obvia: A Tavola di Mario es un desastre alucinante. Que la esposa de Mario se suba a una mesa a hacer una coreografía sexy con una amiga solo decreta la condición surreal de todo. La gente se levanta y se va. Un momento antes, Maurelli ha probado la carta. El risotto no lleva queso y la lechuga tiene gusanos. A nadie parece importarle. Hastiados, los meseros y cocineros ríen. Es una revancha sorda. Nadie lo dice, pero se sugiere cierta precarización laboral. Acá no debería venir la tele sino el Sernac, la Inspección del Trabajo y la Seremi de Salud. Por lo bajo, deberían hacerle un sumario sanitario urgente al boliche. Pero Chilevisión filma todo haciendo que la voluntad de escándalo se disfrace como compasión. En el canal hacen eso bien, muestran la intimidad como una catástrofe capaz de poner incómodo al espectador. Es su método, cambiar el sentido obvio de lo que vemos, dándolo vuelta para que se reviente en la pantalla: en CHV, una noche de ronda de la policía se convierte en Alerta Máxima, en una mezcla entre GTA y El show de Benny Hill; y la fidelidad de las parejas, en el softcore barrial de Manos al fuego. Ver esos programas es someterse a la mejor telebasura local. No hay tiempos muertos, la miseria humana es explotada hasta la caricatura y flota en el aire una promesa de sexo y muerte. Todo es intolerable y perfecto. Es televisión hecha para el shock: en Chilevisión entienden que sus docurealities deben sangrar por los costados, dar vergüenza ajena, provocar todo el morbo posible. Pesadilla en la cocina es eso. Es la versión porno de MasterChef. Maurelli es un Yann Yvin suelto en la calle. Pero volvamos. El show no termina ahí. Maurelli interviene el restorán. Aspira a salvarlo. Hace lo que sabe hacer. Ordena la cocina. Les enseña platos nuevos. Sale con Mario a conversar. Mario lo lleva a un campo de tiro, le enseña a disparar. Maurelli le muestra un video de su mamá. Dice que lo echa de menos. Mario llora. Todo parece arreglarse. Mario despide al administrador. El uruguayo redecora el local, cambia la carta. Entonces reinaguran el restorán, que ahora se llama La Tavola Di Mario. Llegan la familia y los amigos. Todos parecen felices. Todos respiran aliviados salvo por un detalle: Mario se emborracha de nuevo, rompe sus promesas y estorba el trabajo de los otros en la cocina. Maurelli lo descubre. Lo llama al orden. Mario se pone sobrio. El restorán se salva. La familia brinda. Todo tiene un extraño final feliz, un happy end quebradizo como una promesa fingida, el consuelo agrio de que la televisión solo es capaz de redimir a los otros explotándolos, convirtiéndolos en puro espectáculo, devorándolos sin remisión.