Que a un político socialista hasta hace poco modelo y emblema del buen sentido y seriedad, bastión de la política entendida como acuerdos para mantener la civilización en vez de reemplazarla con el chivateo de la calle y el histerismo de las "asambleas ciudadanas", se le acuse de estar involucrado en la recomendación de una empresa para surtir a una repartición de gobierno, versión que deriva de filtraciones de un expediente judicial y declaraciones de funcionarios de ese organismo, asesta un duro golpe a quienes esperaban de él y de otros de similar talante esos grados de entereza tan necesarios cuando un mal gobierno y peores ideas han de ser reemplazados por otro gobierno, otro clima, otra mirada y otra gestión. Pero hoy queda poco espacio para asombrarse, solo tal vez para lamentarse. La última vez que tuvimos oportunidad para sorprendernos fue en los años 90, con la revelación de los primeros manejos turbios celebrados en el ámbito de la política y sus anexos. Los episodios de irregularidades de ese entonces fueron percibidos como chocantes no solo por inéditos, sino, además, por surgir en medio del aura de pureza, renacimiento nacional y Pascua feliz para todos con que la democracia post Pinochet se acababa de estrenar en sociedad.
Fueron los años de la inocencia y tal vez por eso recibimos algún consuelo pensando que eran casos aislados y a la pasada comprobando el amateurismo de quienes recién se iniciaban en el arte de robarle al Estado. A veces eso nos permitía tomarlos menos en serio. Ciertas "operaciones" fueron dignas de los Tres Chiflados y algunos caballeros llegaron a convertirse, por la descarada inocencia de su deshonestidad, en materia de rutinas cómicas de los humoristas del Festival de Viña. Además, a dichas patochadas se las describía tan obstinadamente como fenómenos locales y aislados que era posible reemplazar la desagradable sorpresa por el alivio y hasta la complacencia; a cero costo, sin ningún acto positivo de honestidad sino simplemente por estar al margen, la población podía hacerse la ilusión de resplandecer en prístina y deslumbrante decencia e inocencia. Siempre es alentador sentirse moralmente por encima de las cochinadas que uno está incapacitado de cometer. Es, más o menos, la castidad de la que se podría jactar una beata octogenaria. Las transgresiones, en su cacareado aislamiento, parecían prueba indirecta, por default, de que imperaba la virtud. Por eso en esos años comenzó a usarse a porfía la expresión "puntual". Todo acto de esa clase, se dijo, "era puntual". El país podía respirar tranquilo.
Más tarde los casos de sinvergüenzura aumentaron en frecuencia y la prensa comenzó a denunciar al menos uno por semana. De súbito cundió la sospecha de que no se trataba de "situaciones puntuales" de las que las autoridades se harían cargo "caiga quien caiga", la incumplida promesa habitual, sino de pecados sistemáticos, la masiva huella digital de corruptos en serie. Entonces la frase "casos puntuales" comenzó a ser sustituida por esta otra: "Somos esencialmente una sociedad sana y POR ESO vemos a la justicia, la prensa, la política reaccionando", etc. Y se acuñó y popularizó el concepto "clase política" con insinuaciones de ser, dicho colectivo, no muy diferente a una oscura corporación con fines de lucro.
Hoy es peor: no hay ya sorpresa, no hay complacencia, no hay simple molestia o desprecio ni tampoco risa; solo hay pánico. Pánico es la emoción que se sufre cuando un evento catastrófico y en gran escala ya no sucede en las pantallas o en lejanos países, sino proyecta su sombra sobre nos, frágiles criaturas. De pronto se hizo notorio que la deshonestidad ni es cosa de individuos o siquiera de clases políticas, sino abarca instituciones, a civiles comunes y corrientes, a prelados, autoridades, a todo el mundo tal como lo hizo la peste negra en la Europa del siglo XIV, transversal, ecuménica, universalmente expandida y masivamente contagiada.
Los casos
¿Qué institución puede hoy, todavía, mostrar manos limpias? El descrédito de casi todas -porque por sus actos las hemos conocido- se revela en las encuestas, lugar donde ese jurado anónimo que es la ciudadanía, tampoco ni tan limpia ni tan inocente, juzga, condena y luego olvida y reelige. Tanto se ha reiterado el rechazo "ciudadano" que el descrédito ha perdido su filo. Hemos alcanzado ese nivel de resignado malestar que ve el Mal como "business as usual". A su vez, los hechores han alcanzado ese cinismo de piedra que termina, en las asambleas partidistas, con la abierta y descarada elección de candidatos sin otra virtud que su popularidad, con el asesinato ritual de figuras serias porque no marcan en las encuestas, con el cantinfleo perenne y la protección NO de los testigos de un crimen sino de los criminales mismos, como lo hemos visto con algunos (as) jerarcas del régimen luego de revelarse tanto sus incompetencias como sus indebidas "apropiaciones".
No por nada el Congreso, a juicio del público, dejó de ser el solemne paraninfo donde sesionan tribunos a cargo de dictar leyes, sino se acerca y quizás ya coincide con eso que un talentoso y fenecido periodista de los años 60, Eugenio Lira Massi, llamó "La cueva de Alí Babá y los 40 senadores". Agréguense instituciones uniformadas hasta ahora irreprochables pero revelando desfalcos multimillonarios, recontrataciones surtidas y jugosas pensiones de invalidez para gente en perfecto estado de salud. Súmense enteras reparticiones del Estado secuestradas por el gobierno central para darles amparo a miles de parásitos sin otro mérito que la militancia. Y el ámbito privado no está ajeno a la peste, donde muchas instituciones aparecen hoy, si no como cometiendo flagrantes delitos, sí como insaciables acaparadoras de ganancias monumentales. De hecho las empresas en general y muchos empresarios en particular son percibidos y tratados por los medios de prensa como delincuentes prontuariados. La Iglesia misma ha protagonizado un caso tras otro de monstruosa pedofilia y no menos grave encubrimiento. Y partidos políticos propietarios de una larga y digna historia se muestran como clandestinos corredores de propiedades, inversionistas, beneficiarios de boletas falsas, mendigos de dineros empresariales, encubridores de faltas graves de gestión y en todo sentido como bandas organizadas. La lista suma y sigue.
Dinero ecuménico
¿Cómo se llegó a esto? ¿Cómo aún aquellos en los que más se confiaba aparecen involucrados en manejos oscuros o al menos sospechosos, si acaso no recibiendo dineros al menos haciendo uso de sus influencias para que otros lo reciban? Dinero es el nombre del juego. Dinero para mi bolsillo o dinero para mi amigo o dinero para mi mujer o dinero para una campaña o dinero para apuntalar a un compadre o dinero para mis socios; dinero contante y sonante en maletas o en proyectos o en licitaciones arregladas o en cheques al portador o en boletas falsas o en honorarios a cambio de nada. ¿Por qué no? Hubo suficiente tiempo para entender los mecanismos, tejer las redes, saber quién es quién, seguir el ejemplo y perderse moralmente. ¡Cuánto ayudan a todo eso los regímenes demasiado largos! Tiempo y dinero van de la mano. Como en Italia, ahora en Chile y como en todas partes, los regímenes interminables permiten aprenderse todas las triquiñuelas, forjar todos los amiguismos, perder todas las vergüenzas y meter mano en todos los cajones.
No es entonces inusitado sino lastimosamente previsible que políticos que parecían, como esos justos de Sodoma y Gomorra, los únicos ajenos a esta trifulca, se les denuncie involucrados en lobbies oscuros o en telefonazos para favorecer a tal o cual empresa. Una sociedad en problemas siempre se hace la esperanza de que vendrá un Salvador Providencial, pero en Chile el Cielo mismo aparece empapelado de boletas y San Pedro susurrando en los pasillos. No ya una vez a la semana sino diariamente oímos nuevas denuncias. ¿Dónde, entonces, se encuentra el punto de apoyo para remover la lacra? Tal vez sea demasiado tarde.







