Este es el tercer artículo y final, sobre la posibilidad de un cambio de paradigma en nuestra educación. En el primero de la serie exploramos las bases del paradigma actual (estandarización, competencia y privatización) y en el segundo revisamos posibles alternativas en las que fundar un nuevo paradigma (diferenciación, colaboración y valorización de lo público). En esta tercera entrega propongo reflexionar sobre cuáles podrían ser los primeros pasos en el cambio educativo que creo indispensable e inevitable para Chile.

Hay que decir en primer lugar, que pocas cosas importantes se hacen de un día para otro, y que particularmente, en educación los cambios toman tiempo, requieren sumar la voluntad y el compromiso de muchos actores, cada uno con su trayectoria, intereses, opiniones, convicciones e ideales. Avanzar en un cambio paradigmático requerirá convicción y decisión, pero también paciencia y capacidad para conversar, convencer, escuchar y construir junto a otros. Y eso, necesariamente, toma tiempo. Por tanto, habrá que desarrollar la capacidad para concordar el horizonte, y recorrer juntos el camino, por ejemplo, planteándonos metas ambiciosas en el medio y largo plazo (¿còmo queremos que sea el sistema educativo en el 2020, en el 2030 y en 2040?), y definir los pasos que somos capaces de dar ahora en esa dirección.

En segundo lugar, aunque parezca obvio decirlo, tendremos que comenzar desde donde estamos. Eso significa reconocer que Chile está en una condición oportunísima de proponerse un cambio de este tipo, precisamente porque hasta aquí nos ha traído el conjunto de los esfuerzos que hemos hecho como país. Tenemos más recursos que nunca en la historia dedicados a la educación, tenemos más docentes y mejor preparados que nunca, tenemos estudiantes distintos y reclamando un tipo de experiencias de aprendizaje significativamente distintas y mejores.

La reforma educacional impulsada por el gobierno de la Presidenta Bachelet es en parte continuación de los esfuerzos hechos por los gobiernos democráticos post-dictadura, y en parte ruptura respecto de esa lógica, en particular, desde la valoración de lo público por encima de lo privado. Más allá de las formas y los mecanismos, del orden y los plazos, que han generado razonables cuestionamientos, es evidente que el sistema educativo chileno necesitaba avanzar hacia una mayor inclusión, menor desigualdad y más recursos para las instituciones públicas. Sin embargo, me parece que estos esfuerzos, aun cuando se hubieran implementado de otra manera o se mejorara su ejecución, quedan inconclusos y frágiles, si consecuentemente no se abordan los aspectos de fortalecimiento de la colaboración y la diferenciación.

El primer espacio para eso es el currículo. Se trata de un espacio especialmente sensible y polémico. Ya hemos visto como hace pocas semanas la sola filtración de un PPT interno que postulaba la posibilidad de tratar las asignaturas en áreas mayores que fundieran (entre otras) la filosofía y la formación ciudadana, despertó apasionados debates y polémicas.

Pero tenemos u un currículo ridículamente sobrecargado, en el que se hace difícil para los docentes establecer jerarquías y prioridades, y en donde toda materia debe ser "pasada", so penas del infierno para el colegio. Esto no deja espacio alguno para la flexibilidad, la adaptación a las condiciones de contextos locales, y menos aún para el trabajo personalizado con los estudiantes, de manera de reconocer sus talentos personales y asegurar que todos y cada uno de ellos alcanza los objetivos de aprendizaje propuestos.

Se requiere un currículo esencial y más flexible, que dé más espacio para el desarrollo de proyectos educativos diversos, que permita a docentes y directivos ser profesionales (y no meros aplicadores robotizados de la norma y el texto), pero sobre todo, un currículo mucho más orientado a desarrollar habilidades en los estudiantes que a obligarlos a memorizar contenidos.

Estrechamente relacionado con esto, está la evaluación de los aprendizajes y la medición de la calidad. Hace unos años, los estudiantes de media docena de establecimientos educacionales decidieron no rendir la prueba SIMCE de segundo medio. Algunas autoridades enrostraron a los estudiantes por "echar la culpa al termómetro de la enfermedad ". Es cierto, el SIMCE es un termómetro, y lo que leo en el fondo del reclamo de esos estudiantes (y lo que de no ser atendido va a tener un creciente apoyo en los próximos años) es que, si bien prescindir del termómetro no cura a nadie, tampoco ayuda la obsesión instalada de creer que el termómetro que tenemos es suficiente para entender los problemas de calidad. La sacralización del termómetro, al punto de ordenar según su temperatura los incentivos a los docentes, los rankings de las escuelas, la información de los padres, hasta el ridículo de los semáforos de Lavín, es lo que se ha vuelto inaceptable.

La Agencia de la Calidad que administra el SIMCE, ha hecho una interesante aproximación para considerar sistemas más completos, más complejos y más colaborativos de medición, que necesitamos seguir profundizando. ¿Qué sentido tiene hoy una prueba cuyos resultados se conocen al año siguiente, sin dar ninguna posibilidad a escuelas y docentes para tomar medidas de mejora sobre los estudiantes que son medidos? ¿Qué sentido tiene perseverar en pruebas que sólo miden algunas asignaturas, que lo que buscan establecer es la cobertura y efectividad de las escuelas para cumplir la norma curricular (ver el primer punto, dos párrafos atrás) pero que son incapaces de apoyar procesos de mejora en las escuelas y en las prácticas de los docentes?

El tercer elemento crítico me parece que son los docentes y la carrera profesional. Ja recientemente aprobada carrera docente introduce algunas mejoras importantes, pero que habrá que seguir profundizando si queremos contar con los mejores estudiantes en pedagogía, y haciendo clases en las aulas.

Tenemos que ser capaces de duplicar el sueldo de los profesores al 2040. Sí, leyó bien, duplicar el sueldo base de los profesores. ¿Todos los profesores? Sí, todos,... los que cumplan con requisitos más exigentes para el ejercicio docente, reflejado en una certificación de contenidos y competencias pedagógicas del más alto estándar. Para avanzar en esta línea, hay que incluir barreras más altas de entrada a la formación inicial, por ejemplo, no se puede entrar a pedagogía con menos de 650 puntos ponderados o si no estuviste en el tercio superior de tu cohorte en la educación media.

Acceso más exigente, pruebas regulares y habilitantes de certificación cada 10 años, y mucho mejores sueldos son requisitos indispensables para mejorar la calidad, las condiciones y el trabajo de nuestros docentes en el mediano y largo plazo. Lo demás es cueca.

La buena educación, a la que aspiramos y la que constituye un derecho de todos los ciudadanos, no se alcanza sólo con acceso más amplio, sistemas más eficientes, y más inversión. Todo ello es necesario, imprescindible en realidad, pero si dejamos pasar la ocasión de pensar los núcleos centrales de nuestro paradigma educativo, podríamos terminar en corto plazo, con una nueva frustración en nuestros anhelos de un país más justo, más inclusivo y mejor educado