El gobierno quiere que las policías y el Ministerio Público tengan más datos sobre nosotros. No sólo los datos privados que circulan libremente como mercancía a granel, entre bancos, casas comerciales y compañías de seguros y que revelan la casi inexistente institucionalidad que proteja la privacidad de los chilenos. No sólo los datos que cualquier operador de call center repite mientras llama para ofrecer un nuevo producto, avisándonos que sabe dónde vivimos y cuántas tarjetas de crédito tenemos. Ahora quieren los datos que las compañías de telecomunicaciones tienen sobre nosotros: con quién nos conectamos, qué vemos, cuándo lo hacemos, a quién le enviamos mensajes y desde donde. Mediante un decreto -como quien dispone de un asunto menor- parte de nuestra vida privada será almacenada por un par de años para quedar disponible al uso de la policía sin la necesidad de una orden judicial para obtenerlos. Aparentemente, la lógica detrás de la decisión es allanarles camino a Carabineros y la PDI en la solución de determinados casos. Es decir, en lugar de impulsarlos para mejorar sus habilidades de investigación y lograr, por ejemplo, detectar a tiempo millonarios desfalcos que ocurren bajo sus propias narices llevados a cabo por sus compañeros de oficina, lo que hace el gobierno es entregarles una llave maestra para mantenernos a todos bajo vigilancia. Alguien decidió, sin preguntarnos siquiera, recortar un poquito más nuestra privacidad en beneficio de una seguridad que poco a poco va tomando forma de jaula.
El mero hecho de que algo así se haga sin una discusión abierta recuerda esas viejas disposiciones de la dictadura que los adictos a la obediencia justificaban con el argumento de "quien nada hace nada teme", una frase hinchada de estupidez que se acomoda en la sospecha alimentada de ignorancia y en el desdén por la democracia y la libertad. La misma lógica del control de identidad, que en Chile no es más que la reglamentación de los prejuicios sociales en formato policial. ¿Para qué buscar pruebas si los podemos mantener bajo vigilancia permanente? Bastará recolectar imágenes de cámaras callejeras, globos espías y llamar a las compañías de telecomunicaciones para resolver los casos que se quedan ahí congelados sin avance ni esperanza de tenerlo. Tal vez si este decreto hubiera estado vigente hace 20 años, ya habrían encontrado a José Huenante en Puerto Montt, a los asesinos de Jorge Matute en Concepción o el destino que tuvo Ricardo Harex, desaparecido en Punta Arenas en 2001. Incluso, la policía podría haberse ahorrado el bochorno de culpar a las niñas desaparecidas de Alto Hospicio de haberse fugado de sus casas para prostituirse, cuando lo que estaba sucediendo era algo muy distinto.
Seguramente si el decreto llega a entrar en vigencia, tendremos el consuelo de que el poder que les conferirá a los organismos del Estado será administrado de manera criteriosa, como fue manejada la reciente denuncia de una becaria costarricense de la Escuela de Oficiales de Carabineros, que luego de haber denunciado a un instructor por violación, fue enviada a una clínica psiquiátrica privada en donde la mantuvieron sedada contra su voluntad, incluso amarrada, según el testimonio entregado. ¿Nuestros datos privados estarán a disposición de personas como aquel instructor denunciado o como el oficial que mandó a la víctima a una institución psiquiátrica sin comunicárselo al cónsul de su país?
El gobierno espera resolver de modo más eficiente determinados delitos abriendo a la fuerza una puerta sin siquiera tener la delicadeza de golpear y pedir permiso. En ese gesto nos transforma a todos en sospechosos y le da a la democracia la apariencia de un gendarme.







