Pese a haber tenido una gran cantidad de temas contingentes que detonaron la semana pasada, a saber, la modificación de la Ley de Urbanismo, que devuelve la capacidad a los planes reguladores de reservar el espacio para calles y parques en forma indefinida; la modificación del Reglamento de Evaluación Ambiental, que vuelve a obligar a los proyectos inmobiliarios en zonas contaminadas a ingresar esas iniciativas a evaluación ambiental; y finalmente, la Agenda de Descentralización, que trae gobiernos metropolitanos para Santiago, Concepción y Valparaíso, entre otros destacados, me quedo con una preocupación de una de mis hijas pequeñas. Su pregunta inocente, pero cargada de angustia, representa una preocupación personal y, a la vez, más transversal y universal.
"¿Papá, Anabelle está viva?" Confieso mi desconcierto inicial, pero luego caí en cuenta de una imagen aterradora, de una muñeca diabólica que plaga los paraderos, buses y otros lugares públicos de Santiago, publicitando una película de terror que lleva ese nombre.
No estoy por la censura, sino por la libertad de expresión. Pero también estoy por una autorregulación sobre los contenidos de la publicidad con la que nos encontramos en la ciudad, y que están a vista y paciencia de todas las personas, sin posibilidad de optar a verla o no.
A diferencia del cine para adultos, imágenes de violencia, muerte o cualquier otro contenido que presente dilemas éticos o de simple riesgo de escándalo para alguno, uno tiene la libertad de acceder a ellos, comprando el canal, la película, el libro, lo que fuere, sin límites ni censuras. Sin embargo, ¿qué libertad, entendida como la posibilidad de elegir, puede tener una niña de cinco años de no ver una muñeca aterradora en el quiosco o paradero en la esquina de su colegio si ella se le presenta en forma desenfadada y frontal?
La libertad de expresión y la condición democrática del espacio público no anulan la posibilidad ni la necesidad de contar con una sana autorregulación de parte de las empresas de publicidad o de cualquiera otra al momento de ofertar sus productos.
Habitualmente, los arquitectos nos preocupamos mucho por la estética del anuncio, sus colores, su formato, la contaminación visual. A mí me preocupa, además, el contenido de esos avisos. Creo que tanto o más negativo que el impacto visual son los impactos psicológicos-sociológicos, especialmente en los más pequeños e indefensos. Nadie tiene derecho a causar miedo a nuestros hijos por la noche, a causa de una imagen perturbadora que plagaba el camino de regreso desde el colegio a la casa.
Quiero levantar este punto, porque sociedades aún más libertarias o liberales que la nuestra tienen estricta regulación respecto de los contenidos de la publicidad en el espacio público. Algunos dirán que es cinismo y doble estándar. Por el contrario, creo que hay ciertas esferas de lo público que deben autoimponerse límites que aseguren que los derechos de todos queden resguardados, no sólo los de los adultos.
Ojalá alguna autoridad edilicia tome este tema como parte de su agenda de sana convivencia en el espacio público. Libre, democrático, pero con sentido profundo de autorregulación.