Un disco determinado a describir una separación amorosa, la cronología de dos personalidades clausurando su relación después de una década -Björk y su compañero, el reputado artista visual Matthew Barney-, concilia modernidad y sentido clásico. La islandesa ha construido los mayores capítulos de su carrera tras aquella obsesión tan del viejo continente -combinar tradición y futuro-, y este es uno de esos momentos en que ha conseguido rozar la perfección. El noveno título de su discografía es un romance entre cuerdas representativas de la vieja Europa, violines que la gran mayoría de las veces ondean lacrimógenos y efectivos, siguiendo la huella de su extraordinaria capacidad melódica, contrapuestos a una compleja mecánica de percusión programada de última generación. Björk ha escrito una larga bitácora sobre esos argumentos, y este es un paso firme no solo en la dirección correcta, sino que rectifica una trayectoria autocondescendiente desde hace un tiempo. Aunque sea triste y cliché -"mi alma desgarrada, mi espíritu quebrado" se lamenta en Black lake-, el dolor felizmente agita un talento algo grogui entre arrullos destemplados de especialistas, empecinados en encontrar genialidad absoluta en cada disco, y también un público dispuesto a perdonar su chispa adormecida.
<strong>Björk es como Madonna</strong> en aquello de elegir con sed de vanguardia a sus colaboradores, pero los usos y resultados son totalmente distintos. Mientras la reina del pop busca cirujanos del sonido que le permitan parecer eternamente joven, <strong>la estrella europea pretende generar un movimiento fluido, donde ambas partes se complementan y benefician en pos de la obra. </strong>
Su curatoria eligió a uno de los nuevos genios de la producción, el venezolano Alejandro Ghersi, conocido como Arca. Ha estado tras lo último de Kanye West y FKA Twigs, y desea empecinadamente crear un nuevo lenguaje capaz de expresar ambientes fríos mediante una paleta rítmica donde los golpes resuenan largo rato y se contraponen imposibles de seguir, pero coherentes a la vez.
Vulnicura resulta finalmente como una especie de oscuro musical de desgarro y reproche ("tienes miedo de mis emociones sin límite, estoy aburrida de tus obsesiones apocalípticas"), donde Björk detalla cómo la separación ha puesto de cabeza toda su existencia. En el cuasi género de los discos sobre rupturas -listado donde cabe Beck, Ramazzotti y Fleetwood Mac-, su aporte merece un espacio singular y resplandeciente.
Lejos del fuego
Brian Warner dice que este es su disco blusero, y si se trata de creerle, tiene a favor el hecho de reunir canciones más directas y desnudas, alejadas de la exitosa parafernalia que le hizo famoso hace casi 20 años, cuando se presentó ante el mundo como un anticristo cantando rock con borde metálico, para apuntar las zonas oscuras de la sociedad estadounidense. Es un riesgo lo de ahora, porque el personaje Marilyn Manson depende del maquillaje y de generosas capas de producción para disimular cierta chatura melódica histórica, y muy escasa cintura para introducir quiebres y vaivenes. Los primeros cortes de The pale emperor le dan la razón: el azufre corre aún en su voz hastiada, quejumbrosa, con las habituales guitarras cortantes, el bajo espeso y la batería marcando casi siempre un pulso de milicia. El efecto dura poco. Como una mala droga, el bajón resulta más largo y permanente que el encanto inicial. Marilyn Manson se inmovilizó en el rol del vociferante tras un púlpito. Como cualquiera en esa posición, simplemente aburre con una monserga agotada en su capacidad incendiaria.