Los vibrantes acordes de sonoridad twang de Rumble (1958), el clásico de Link Wray, el mismo que Jimmy Page cita en el documental It might get loud (2008) junto a Jack White y The Edge, resuenan en el teatro Caupolicán la noche del lunes a la espera de Robert Plant. El ex vocalista de Led Zeppelin aparece junto a The Sensational space shifters, el sexteto que le acompaña en esta etapa, mejor representante que cualquiera de sus bandas previas de sus pivotes estilísticos. Son músicos imbuidos de las raíces del rock and roll y a la vez capaces de interpretar melodías y sonidos exóticos mediante instrumentos autóctonos y trazos de electrónica, que seducen al vocalista inglés desde que descubrió el norte de África en los 70, cuando se arrancaba del estrellato para convertirse en un ser anónimo en las callejuelas de Marrakech.
Arranca Babe I'm gonna leave you, inserta en el primer álbum de Zeppelin y la comunión resalta. Robert Plant toma el escenario para lucirse, a fin de cuentas es el mejor cantante de rock de todos los tiempos. Pero a los 66 años comprende también que la fiesta se arma en conjunto con los asistentes y se empecina siempre con una sonrisa, gestos y frases de complicidad, en hacer partícipe al público, en particular a la hora de clásicos como la lasciva Black dog (esa maravillosa escala compuesta por John Paul Jones) bajo un nuevo diseño, el candor post hippie de la sublime Going to California -uno de los pasajes más emotivos de la cita-, y los mazazos de Whole lotta love y Rock and roll, retocados con inesperados quiebres rítmicos, proezas bien cinceladas para títulos integrantes de la génesis del heavy metal.
Toda la complicidad urdida por Robert Plant con el teatro Caupolicán, se desvaneció rápidamente al turno de Jack White. En esta fase de su carrera solista, el músico resulta efectista pero no efectivo. En su número el público sólo es un espectador, no participa, porque se trata de un acto gobernado por el ego y la parafernalia. Al principio impactan los decibeles y la intensidad física, en particular los desbordes del baterista Daru Jones, dispuesto a arrasar con tambores y platillos, perfectamente sincronizado con los espasmos guitarreros de White. Pero a pesar de la seguidilla de clásicos -Dead leaves and the dirty ground de The White stripes por ejemplo- y ciertos remansos acústicos, la última esperanza del rock se desentiende de los matices y, finalmente, de cierta humildad. El público esta ahí para admirar su sentido arqueológico del cancionero popular estadounidense del siglo XX, su estética gótica y campirana, y su estampa de niño genio en el cuerpo de un adulto. Su desempeño contrastó notoriamente con las intenciones de Robert Plant, quien viene de vuelta de la adulación y el exhibicionismo.