La sentencia titulando esta columna no es de nuestra invención; según tratadistas e historiadores que saben de estas cosas, la pronunciaban autoridades coloniales chilenas cuando una recién llegada orden del monarca -"recién llegada", pero no recién emitida; el viaje de los galeones con las noticias y órdenes de la corona podía durar una eternidad- no les placía. En esos casos tomaban el real legajo con el mandato, lo ponían sobre su cabeza en gesto de subordinación y luego, manifestando verbalmente su acatamiento con dicha frase, se aprestaban a no cumplirla en absoluto.

Lo que solía disgustarles a oidores, gobernadores y corregidores era toda instrucción capaz de herir sus intereses. Que algunos reyes, inspirados y emocionados por la obra de Bartolomé de las Casas -Brevísima relación de la destrucción de las Indias-, henchidos de piedad y conmiseración, quisiesen acomodar su codicia por el oro y la plata con la salvación del alma, para lo cual ordenaban ofrecerles mayor protección a los indígenas "encomendados", no era cosa que concitase igual emoción y devoción entre sus oficiales. Siempre que haya gran distancia de tiempo y espacio entre un gobernante y sus subalternos, estos últimos suelen desarrollar una encomiable vocación por la libertad y el saqueo de los nativos. De ahí que la benevolencia real fuese generalmente inconducente. Los cristianísimos hacendados, quienes solían coincidir en sus intereses inmobiliarios con dichas autoridades locales y viceversa, convenían que a los indígenas bien estaba cristianizarlos, pero no protegerlos tanto. Primero los doblones y luego veamos eso de la cruz...

<em>Es posible que esa actitud de las elites de la Capitanía General ante las bulas del Estado Real haya sido la semilla de la cual creció paulatinamente el enorme árbol del desprecio a la ley y las normas del posterior Estado Republicano, rasgo característico del alma nacional.</em>

Es bajo la ahora amplia y espesa sombra del desacato y del irrespeto que, como ya lo vimos el domingo pasado, se hacen posible toda clase de diabluras y estropicios. Y por cierto muy adictos a conservar tan ilustre tradición son los actuales herederos de esas elites coloniales.

Comisiones, consejos…

De ahí las dudas o quizás hasta sospechas que no pocos alientan en lo que toca a la viabilidad de las más de 250 recomendaciones que evacuó el Consejo de Probidad, colectividad fugaz conformada por una congregación de damas y caballeros reclutados por el Excelentísimo Dedo de la República. Su flamante denominación, "consejo" en vez de comisión, no es suficiente, sin embargo, para asegurar que dicho organismo vaya a tener mejor suerte con sus recomendaciones que la tenida por las comisiones y las suyas. Hay, en esta materia, alarmantes precedentes. Pudiera incluso aventurarse que con estos organismos consultivos no se hace otra cosa que perfeccionar, elevar y darle empaque institucional a la común práctica de sustituir los actos por las sonoras palabras que los anuncian.

En Chile, una comisión o incluso un "plan piloto" es el mecanismo sustitutivo por excelencia. Por obra y gracia de la necesidad de aparentar hacer lo que no se desea, por contentar, aplacar o engañar siquiera un tiempo a la masa ciudadana ("mañana será otro día y entonces veremos qué les decimos..."), la comisión o consejo, invocado en la hora 25 del desprestigio y la crisis, surge a la luz con toda la apariencia de un objeto tangible que dará nacimiento a hechos reales. Después de todo cuenta con rostros, nombres, un sitio donde se reúnen, recomendaciones llenando legajos, solemnes actos de entrega, discursos de inauguración y cierre y en algunos casos incluso dan lugar a proyectos de ley. Pero ahí suele terminar todo. Ahí, en la ventanilla del Congreso, se encuentra la frontera de la realidad; cruzándola, el proyecto se adentra en las vaporosas regiones del olvido y la negligencia. En efecto, si antes se "obedecía pero no se cumplía", ahora se recomienda y hasta quizás se legisla, pero tampoco se cumple. Las urgencias, nos dicen los honorables, no son aconsejables por buenos que sean los consejos. Lo más probable que suceda entonces con el paquete de probidad es un paulatino desvanecimiento en medio de sesiones interminables celebradas en somnolientas comisiones legislativas, nuevas demoras en generosos plazos para agregar o quitar indicaciones, lapsos adicionales para negociar cada punto, postergaciones derivadas de otras urgencias, pérdida de interés del público y la prensa y por cierto el efecto demoledor del "proceso constitucional" anunciado súbitamente por la Presidenta.

Pasos siguientes

Pero aun si se legisla y hasta se promulga el paquete o parte de él -y en lapsos decentes- para que las recomendaciones adquieran, al menos en el Diario Oficial, "fuerza de ley", incluso en ese caso estarán lejos de cobrar verdadera existencia. La ley existe si se cumple y se cumple si se sanciona su incumplimiento. Esto último supone órganos administrativos, jurídicos y quizás policiales, fiscalías, inspectorías, presupuestos para aquellas y sobre todo la voluntad política para crearlos y permitirles funcionar a pleno régimen. Chile es escaso si no paupérrimo en dicho recurso ejecutivo. Lo es o ha sido a menudo hasta para UNA ley o paquete legal. ¿Cuántos buenos propósitos anunciados con algazara no duermen por años precisamente porque se carece de dicha voluntad y de los medios? ¿Tienen la clase política chilena y el Estado recursos motivacionales, organizacionales y financieros para implementar más allá del papel nada menos que 250 medidas o siquiera sólo 25?

El abismo entre las resoluciones y la logística que requieren para materializarse es tema que suele olvidarse. Los grupos, los aparatos burocráticos y finalmente los ciudadanos no son como pasivas piezas de ajedrez que el jugador saca de la caja y pone en las casillas que le place de acuerdo a sus planes y sin mediar resistencia ninguna de su parte. A veces los ciudadanos no están en la caja, a veces no quieren quedarse en la casilla donde se les pretende poner, a veces se mueven a otra, a veces hacen jugadas distintas por su cuenta. Y dicho sea de paso, olvidar esta simple diferencia entre piezas en un tablero y ciudadanos en una nación es lo que abona el idealismo no poco de necio de quienes una y otra vez, en repetitivo y cansador ciclo histórico, pretenden imponer agendas, programas y planes majestuosos para luego asombrarse de que no sea posible porque surgen resistencias y carencias por todas partes. Peor aun, no pocos de estos idealistas frustrados terminan en esa actitud beligerante y rabiosa que se expresa tan macabramente en la frase "hay que liquidar a los enemigos objetivos del proceso".

Qué veremos

Considerando todo eso no es difícil deducir que el solemne paquete de probidad se va a desarmar y abrir en el camino perdiendo, ya en su viaje al Congreso, la mitad de su contenido; de lo restante un monto será desahuciado en el quirófano legal, algo será aceptado, mucho diluido y lo que finalmente veremos será una sombra fugitiva y no necesariamente capaz de materializarse por mucho que lo intenten los espiritistas políticos de la plaza.

Es de temerse que a esta parcial o casi total desintegración de "las medidas" no le pondrá remedio esa ficción semántica que jóvenes recién llegados al mundo y al Congreso llaman "presión ciudadana". ¿Dónde es, fuera de los tuits delirantes, que supuestamente aparece y se manifiesta dicha presión ciudadana? ¿En las marchas de colegiales vociferando "que se vayan todos"? ¿En las encuestas de opinión en las que dos mil ciudadanos, echados cansinamente en un sillón, contestan el teléfono? Eso de la "presión ciudadana", así como expresiones afines tales como "empoderamiento" son de uso corriente y casi obligatorio, sobre todo un "must" de la izquierda y muy útiles para estar al día, pero sus referentes empíricos carecen de fuerza institucional para mover absolutamente nada.