No muy conocida en nuestro medio, la obra del escritor cubano Severo Sarduy merece toda la atención que podamos dedicarle. Una manera provechosa de introducirnos en ese universo barroco, libertino, provocador y memorable, viene a ser la lectura de El Cristo de la rue Jacob y otros textos, la intachable selección de escritos diversos que completó Milagros Abalo. Nacido en 1937 y muerto a causa del sida en 1993, Sarduy escribió casi toda su obra en Francia, país adonde llegó a vivir poco después de la Revolución Cubana. Hoy en día, su nombre está emparentado con el de otros grandes de la literatura isleña: Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Reinaldo Arenas. Y escritores posteriores, como Roberto Bolaño, le deben bastante al genio expresivo de Sarduy.

<em>El Cristo de la rue Jacob y otros textos plantea varias entradas a una personalidad, la de Severo Sarduy, signada por rasgos que estimulan la curiosidad y, a veces, el morbo". </em>

Por un lado está el amigo del famoso pensador francés Roland Barthes. Por otro, el conocedor de la India. Un poco más allá se deja ver el travestido y el lascivo impenitente; luego, el pintor, el enamorado del color rojo, el teórico del arte, el hombre culto e inquisitivo. También irrumpe, con agradable frecuencia, el borrachín autoindulgente, una de las facetas más adorables de Sarduy. Y, evidentemente, a cada rato se deja ver el escritor. No en vano, nuestro hombre declaró: "Escribo sobre la cresta de las palabras".

El credo vitalista de Sarduy consistía en cuatro actividades ("escribir", "pintar", "beber" y "ligar"), que así, enumeradas a la rápida, pueden sonar frívolas, aunque, claro, nada más lejano de la superficialidad que lo que él transmite al respecto en varios de estos textos. Nacido en Camagüey, en cuna pobre, Sarduy comprendió de joven que el oficio de las letras no era gratificante: "Mis compañeros de bachillerato, con las excepciones que aún conservo entre mis amigos, una horda de tarados. Mi 'vocación' literaria -y hay que darle a la palabra 'vocación' el sentido que tiene cuando se le asocia a martirio-, un motivo general de risa". Aun así, nada demasiado intimidante: antes de abandonar Camagüey rumbo a La Habana, al joven provinciano le publican un poema en la prestigiosa revista Ciclón: "¡Había entrado al mundo de las letras!".

Severo Sarduy fue a la vez, y no hay paradoja en ello, un exiliado de su lengua. Llegó a Europa becado para estudiar pintura, "y me fui quedando". Treinta años más tarde, el balance, nos asegura, "es paupérrimo". La queja, sin embargo, resulta exagerada, y la amargura, probablemente, se explica en el hecho de estar sentenciado por el Sida: "No tengo nada y los que debían de leerme, que son los cubanos, no me conocen ni me pueden leer". Por suerte, el talento de Sarduy no pasó desapercibido entre sus pares franceses (colaboró en varias empresas intelectuales de primerísimo orden, se codeó con algunas de las mentes más lúcidas de su generación), ni entre los lectores hispanoparlantes (Octavio Paz fue uno de sus admiradores y divulgadores).

El Cristo de la rue Jacob, la primera pieza del libro, trata acerca de algunas cicatrices corporales del autor, o, si se prefiere, consiste en una clase magistral de "arqueología de la piel" (el título alude al encuentro de Sarduy con una pintura descomunal de Cristo en dicha calle parisina). Luego vienen los "otros textos", que, en conjunto, dan cuerpo a la peculiar autobiografía que ya he descrito, en donde se mezclan todo tipo de opiniones estéticas, algunos homenajes (el más extenso a Lezama Lima) y las consabidas admisiones personales. Faltaría solamente agregar que en este libro genial hay mucho más humor que el que aquí he podido referir. Lady S.S., el alter ego travestido de Severo Sarduy, jamás hubiera perdonado tamaña incompetencia.