En la noche del sábado 13, a eso de las 8, murió en el Hospital Militar el general (R) Horacio Toro Iturra. A los 87, llevaba años fuera de la escena pública, lo que puede explicar que nadie informara de sus exequias, a pesar de que al velatorio asistieron el comandante en jefe del Ejército, delegaciones militares y los altos mandos de la PDI. Pero quizás también se trata de la forma extraña en que está muriendo la transición.
El general (R) Toro fue protagonista de la parte más secreta, peligrosa y turbulenta de ese proceso. Había roto con el general Pinochet en 1977 y 10 años más tarde se había convertido en el más prominente oficial de la campaña del No. En 1990, por la fuerza de una ley oscura, según la cual el director de Investigaciones debía ser un general de Ejército, el Presidente Aylwin nombró a Toro, sabiendo que con ello desafiaba a Pinochet.
Toro se encontró con una policía desmoralizada, que había sido utilizada por el régimen militar y que ahora debía servir a un gobierno civil. En unas semanas expurgó al pinochetismo, enseñó a sus 300 detectives del Cuartel Central a plantar cara a los 2.300 hombres de la ex CNI y la Dine y persiguió la corrupción interna asociada al narcotráfico.
Y luego decidió nada menos que vigilar al propio Pinochet. Fue su audacia final: en 1992, una espesa alianza entre la Dine, algunos comisarios y la UDI lo denunció por esas actividades, los legendarios planes "Halcón". Aylwin no tuvo más remedio que removerlo. Más tarde, el incansable Toro dedicó sus últimos años de actividad pública a una casi obsesiva exploración de Campo de Hielo Sur.
¿De dónde salió este general tan bravo, bajo, fuerte y correoso, que durante dos años aceptó ser vigilado, seguido, grabado y fotografiado por los agentes militares, que les devolvió la mano vigilándolos a ellos y que llevó el coraje hasta la cornisa de la insensatez?
Cuando recién era un mayor, en 1967, Toro estuvo entre los oficiales que apoyaron la insurrección del general Roberto Viaux en contra del gobierno de Eduardo Frei Montalva. Durante horas esperó en el Ministerio de Defensa a dos compañías de paracaidistas con las cuales debía apresar al ministro y a los altos mandos. Para su fortuna, las compañías nunca llegaron. Pero el siguiente comandante en jefe, Carlos Prats, conocía su implicación y bloqueó sus ascensos. En 1973, a cargo de la Caballería, en Concepción, Toro volvió a pasarse de rosca: redactó un documento con críticas a Prats y al alto mando.
Su baja estaba decidida cuando sobrevino el Golpe de Estado y Pinochet la revirtió, confiando en que ese favor garantizaría su lealtad. Error: cuatro años más tarde, en un consejo de generales silencioso, donde Pinochet anunció su proyecto político para la década siguiente, el general Toro levantó la mano y planteó sus dudas sobre la viabilidad de ese proyecto. Al año siguiente fue cursado su retiro; tiempo después se le prohibió cabalgar en la Escuela Militar y más tarde ingresar a las unidades del Ejército.
Toro aceptó con dolor ser un general proscrito, sabiendo que era un hijo de sus tiempos. Perteneció a unas generaciones que veían -o creían ver- que sus tareas militares ya no podían desanudarse de la convulsión política. Para temperamentos de combustión fácil como el suyo, esto significaba intervenir en la política, una cosa que lo fascinaba tanto como la repudiaba. De haber podido elegir, quizás el espíritu del jinete, el paracaidista y el explorador lo habrían dedicado mucho antes a las bravuras de Campos de Hielo.
No fue así y murió en medio del silencio público, como un eco sordo del modo en que los detalles más asombrosos de la transición se van extinguiendo. Pero quizás ese silencio también fuese necesario para que en el velatorio se hiciera visible que en su último aliento ya había recuperado la admiración del Ejército, que fue su vida.