En una semana marcada por el modo vergonzoso e impresentable con el que Bienvenidos trató el caso de Nabila Rifo, el estreno de Tranquilo papá, el nuevo culebrón de Mega, resultó una brisa leve e inesperada para la cada vez más enrarecida pantalla chilena.

Las razones están a la vista. El show es rápido, delirante y no evita la posibilidad de que por momentos se interne en la confusión total. Ahí, la vida de Francisco Melo como un hombre en plena crisis de la mediana edad cuyo rol de sostenedor de una familia que lo desprecia pudo haber sido filmado como un relato más o menos aleccionador sobre la importancia del hogar, el matrimonio y esa clase de vainas; o sea, de nuevo otra lata moralista más vestida de ficción. Lo interesante es que acá ocurre todo lo contrario, pues lo importante no es que el cumpleaños del protagonista haya sido olvidado por su esposa frívola y sus hijos horribles (mención especial para Augusto Schuster, que sale a cazar chicas a las marchas estudiantiles), ni que en una venganza feroz les bloquee las tarjetas de crédito; o que por azar tenga que recoger a Ingrid Cruz, una novia fugitiva que lo amenaza para que la saque de su boda. No, todo eso está muy bien, lo mismo que Francisca Imboden, Fernando Godoy y Fernando Farías, puestos acá en sus roles más clásicos: los de la mujer frívola, el patético entrañable y el anciano vociferante.

Por supuesto, nada de esto funcionaría sin la tensión que proveen Melo y Cruz. En las telenovelas, Melo siempre ha funcionado de modo dúctil, poniéndose al servicio de la historia. Puede componer con eficacia a un villano o a un galán, pero sus mejores roles son casi siempre aquellos donde interpreta a personajes desbordados por las circunstancias, en una carrera perpetua para huir de sus errores. Lo mismo corre para Cruz, que es capaz de pasar de la intensidad a la fragilidad porque posee la habilidad de presentarse desencajada del mundo que la rodea, sin que eso la haga parecer excéntrica. De este modo, ambos arman un extraño equilibrio entre nerviosismo y tristeza, porque están siempre fuera de lugar, perdidos en una trama imposible que aprovecha dicha extrañeza. Aquello permite desatar la comedia pero también darle sentido a los momentos íntimos, como cuando la familia de Cruz le celebra el cumpleaños a Melo en una escena donde por fin los personajes le encuentran algo de sentido a sus vidas terribles.

Por lo mismo, el show vale la pena y funciona perfecto al lado de las otras teleseries del canal. Si Ambar y Perdona nuestros pecados son relatos feroces que se internan en el horror de las familias por medio de la violencia y el abuso como marcas que definen el funcionamiento de nuestra idiosincracia, Tranquilo papá describe esos mismos problemas desde la acidez del contrabando que solo puede producirse en un programa apto para todo el público. Aquello es interesante porque evita cualquier mensaje explícito o afán moralizador. De este modo, el show tiene cierta condición impredecible que avanza más allá de su premisa, una especie de lógica invertida que construye un universo emocional propio que es retratado con cierta desesperación.

Esa desesperación es el mejor aporte del culebrón, porque hace que el espectador perciba que todo está a centímetros de romperse, de volverse un drama atroz; pero aquello nunca sucede pues todo se mantiene en una cuerda floja inesperada. Así, lo que vemos es la historia de un hombre perdido y una mujer a la deriva, ambos confundidos en su relación con ellos mismos y los otros; algo que en vez de proveer alguna clase de moraleja, solo produce más y más confusión: la narración amarga sobre el funcionamiento de las familias acá se resuelve con una carcajada antes que con un llanto, con una carrera loca antes que cualquier moraleja barata, cierta ligereza que tuvo la virtud de constituir un alivio cómico para estos días de espanto catódico.