La idea de escribir un libro unitario a partir de fragmentos aparentemente desconectados no es una propuesta original, por cierto, y fue utilizada con genio insuperable por David Markson en La soledad del lector, una obra maestra que alterna la simpleza con la profundidad de un modo espectacular. Después de la luz, de Benjamín Labatut, es un compendio de textos breves de orden científico, religioso y esotérico que pretenden dar unidad a un relato en el que a veces irrumpe la voz intrascendente de un narrador obsesionado consigo mismo. Lejos de causar asombro o placer, el efecto es más bien desconcertante: mientras más alambicado se torna el mensaje que plantean los sucesivos textos, mayor es la distancia que experimenta el lector con un ejercicio que se asemeja, antes que nada, a un pozo de artificialidad que no proyecta reflejo alguno.

Al comienzo del libro el narrador nos dice que "pasaba las noches frente al computador, tratando de que mi mujer no se diera cuenta de que había perdido la cabeza, haciendo búsquedas en internet centradas en la palabra vacío". Las 112 páginas siguientes dan cuenta de aquella fijación: innumerables textos de información gratuita que nunca logran conformar un todo, principalmente porque Después de la luz deja ver más pretensión que coherencia, más voluntad que talento, más impostura que honestidad.

Dividida en tres partes que aluden a los procesos de la alquimia (Nigredo, Albedo, Citrinitas), la obra de Labatut plantea a cada instante una duda grave: ¿de dónde provienen los diferentes párrafos que componen el relato fragmentario?; ¿fueron copiados textuales de internet, como se sugiere al principio, o el autor los intervino con diferentes grados de intensidad? Después de la luz podría incluso ser un libro sin prosa, un pegoteo demencial de fragmentos ajenos que ni siquiera alcanzan continuidad, puesto que al momento de tender puentes entre un texto y otro el autor aplica una serie de conexiones forzadas, pueriles o poco convincentes.

El asunto no mejora en las pocas ocasiones en que el protagonista habla de sí mismo. La prosa, que aquí indudablemente es propia, ni siquiera roza la contundencia advertida en el primer libro de Labatut, un buen conjunto de cuentos titulado La Antártica comienza aquí. El narrador demuestra excesivo interés en su autobiografía, pese a que ésta, en realidad, resulta muy poco atrayente para el que lee. Peor aún: el hombre manifiesta una persistente tendencia a la hipocondría ("No recuerdo un período en que no haya sufrido algún tipo de enfermedad"), rasgo que llega al paroxismo en la siguiente frase: "Me han tratado por asma, reflujo, alergia, colon irritable, cefalea y una multiplicidad de enfermedades autoinmunes que aparecen y desaparecen en cosa de semanas, dejándome cada vez más débil y con los cajones llenos de remedios".

Las fijaciones a las que más recurre el narrador –los fragmentos ya mencionados– tienen que ver con breves anotaciones biográficas de científicos y escritores eminentes, con fenómenos físicos, con religiones orientales, con información astronómica, con mitología clásica, pero todo sin un objetivo aparente. En el fondo, un guirigay excedido que no conduce a ninguna parte. Indudablemente que entre las decenas de textos adosados a la molesta condición de sufriente del narrador hay párrafos de interés ("A los cinco años Rudyard Kipling encontró la mano de un niño en su jardín. Había caído de los talones de uno de los buitres que se alimentaban de los cadáveres expuestos en las Torres del Silencio, edificios funerarios cercanos a la casa de sus padres en Bombay"), mas no son suficientes para otorgarle peso, trascendencia o encanto a un libro que intentó abarcar mucho y que fracasa estrepitosamente en lo fundamental: lograr que el lector participe del juego propuesto.