El jilguero es el libro que más ha dado que hablar entre los lectores y los críticos estadounidenses durante este año. El entusiasmo y el ruido que produjo la obra -aparentemente le llevó 11 años a Donna Tartt escribirla- fueron coronados con una distinción mayor: el Premio Pulitzer 2014 en la categoría de ficción. Sin embargo, no todo ha sido consenso, puesto que algunas voces entronizadas de la crítica se han mostrado en perfecto desacuerdo a la hora de juzgar el valor de El jilguero: Michiko Kakutani, la crítica en jefe del New York Times, dejó a la novela por los cielos, mientras que James Wood, probablemente el crítico con mejor ojo del mundo anglosajón, la descueró sin contemplaciones.
<em>La primera advertencia es que se trata de un mamotreto de 1.152 páginas. Y aquí vale la pena detenerse un poco: considerando que los Ensayos de Montaigne, uno de los más grandiosos libros que se han escrito, ocupan alrededor de 1.600 páginas, resulta legítimo preguntarse si es que acaso el lector, cualquier lector, debiera dedicar una considerable suma de horas a leer un bestseller contemporáneo".</em>
La respuesta, evidentemente, es sí, dado que no todo el mundo ha de caer rendido ante el embrujo de Montaigne. No obstante, el asunto va por otro lado: cada página de Montaigne ofrece belleza y sabiduría para quien sea, mientras que en El jilguero no hay una sola frase que merezca ser recordada con cariño ni mucho menos con provecho.
Existe una moda, que no es nueva, por introducir pinturas holandesas del siglo XVII, llamado con mucho acierto "el siglo de oro", en las tramas de las novelas. El título de ésta alude al cuadro homónimo del pintor Carel Fabritius, "alumno de Rembrandt y maestro de Vermeer", según lo consignan Wikipedia y una frase no muy imaginativa del libro. Pues bien: el protagonista y narrador del mamotreto, Theo Decker, logró quedarse con la invaluable obra de arte de una manera bastante inverosímil: a la edad de 13 años, mientras visitaba el Museo Metropolitano de Nueva York junto a su madre, sobrevivió a un terrible atentado con bombas que, en pos de la originalidad dramática, no fue perpetrado por grupos islámicos.
Al despertar del shock de la explosión, el muchacho trabó conversación con un anciano moribundo, quien, además de entregarle su anillo de familia, lo conminó a tomar el cuadro y hacerse humo, cosa que efectivamente ocurrió. La novela se inicia con Theo postrado por la fiebre y por la ingesta de vodka en un hotel de Ámsterdam. Aproximadamente mil páginas más tarde, la acción vuelve a Ámsterdam; en el intertanto, Theo nos ha relatado con lujo de detalles cómo transcurrieron sus últimos 13 años de vida entre Nueva York, Las Vegas y de regreso a Nueva York.
De vez en cuando surgen sorpresas tendientes a enganchar al lector: el cuadro no estuvo todo el tiempo en donde el joven lo ocultó; la muchacha predestinada no acabará convirtiéndose en el amor definitivo de Theo; el narrador no sucumbirá ante los excesos de las drogas y, finalmente, su amigo de juventud, el demencial Boris, regresará a la trama y jugará un rol definitivo en el destino de El jilguero. Pero entre tanta palabrería y entre tantos personajes inocuos, poco importan los giros inesperados del relato: es imposible transmitir emociones contundentes, como la obsesión y el amor por la pintura, por las antigüedades, por lo bello, si es que uno ofrece una historia que, además de ser infantil, ignora aquello en lo que consiste el arte de la escritura.