Hace un par de semanas, cierto amigo me habló con entusiasmo de la literatura de Fleur Jaeggy. Casualmente yo había leído recién un artículo de prensa que mencionaba a la escritora, aunque allí no figuraba un dato que me parece relevante: Jaeggy está o estuvo casada con Roberto Calasso, quien, junto a Claudio Magris, es uno de los grandes narradores italianos vivos. Le pedí a mi amigo que me recomendara algún libro de ella y él se inclinó por El ángel de la guarda. Lo compré de inmediato, pero solo llegué hasta la mitad, lo que no es mucho decir, pues se trata de un librito bastante breve. La verdad es que me pareció aburrido y las protagonistas, un par de niñas sabelotodo y presuntuosas, son bastante insoportables. Para no ofender al amigo cuando me preguntó qué me había parecido su recomendación, le contesté alguna vaguedad y agregué que probablemente yo estaba demasiado distraído mientras leía. El comentario no le cayó bien. "Tal vez tú no eres sensible como yo", replicó. Días atrás decidí hacer un nuevo intento con la literatura de Jaeggy y adquirí El último de la estirpe, un magnífico conjunto de relatos y homenajes breves recién traducido. En el primer cuento me topé con la siguiente frase: "Entre otras cosas, quisiera decir enseguida que las personas sensibles son distraídas".
Todo buen escritor sabe que para que un libro de cuentos sea superior, es necesario que las diferentes piezas que lo componen estén de algún modo u otro, siempre con sutileza, conectadas entre sí. Jaeggy maneja el recurso a la perfección, tanto así que la repetición insinuante de ciertos hechos estimula a que el lector elabore, como actividad paralela al gozo mismo de la lectura, una especie de biografía imaginaria de la autora, que, vaya uno a saber, podría incluso hasta resultar certera. Algunos de estos indicios son: la admiración por el paisaje blanco y congelado (Jaeggy nació en Suiza); las referencias a internados y a ropas caras (tal vez proviene de la alta burguesía); el desprecio por aquello que el común de los mortales llama "vida interior" (puede que ella sea una suma sacerdotisa de la sensatez); la fría aceptación del dolor como factor mecánico de la vida (si no es una suma sacerdotisa, al menos estamos ante una iluminada); algunos incendios ominosos (sabemos que su amiga, la poeta austríaca Ingeborg Bachman, murió en el hospital luego de que su habitación se incendiara); la recurrencia de somníferos recetados por madres que no conciben que sus hijitos no duerman (es legítimo deducir que Jaeggy tuvo una buena madre).
Los homenajes que aludí al principio son breves y brevísimos. El primero, que es el breve, está dedicado al gozo que le producía a Joseph Brodsky el invierno en Brooklyn. El segundo consiste en un íntimo y leve retazo de conversación con Ingeborg Bachman, al que se suman dos visitas al pabellón de grandes quemados del hospital Sant' Eugenio en Roma. Finalmente, la alusión a una comida en un restorán del Bronx junto al gran neurólogo Oliver Sacks, quien se zampa un tremendo bife mientras la narradora entabla una curiosa y conmovedora amistad con un pez de acuario que pronto será devorado por un cliente cualquiera.
Son 20 narraciones las que componen este libro delgado y a la vez monumental. Detrás de una prosa perfecta, Jaeggy articula pulsiones, observaciones e intenciones oscuras. Nada se presenta de manera muy evidente: es el lector el que habrá de hilar fino si quiere obtener las máximas e impredecibles recompensas. A mi amigo, sin embargo, no sé si recomendarle El último de la estirpe. Su concepción virtuosa de la sensibilidad podría verse menoscabada con otra frase dedicada aquí al tema. O aun peor: es posible que alguien de su círculo íntimo, su esposa, algún camarada, su familia sanguínea o política, qué sé yo, le reproche el hecho mismo de ser un tipo tan sensible: "Las personas sensibles, o tan sensibles como para que se las declare sensibles, como si ésa fuera una gran cualidad, son insensibles al dolor de los demás".