La escritora argentina Hebe Uhart, nacida en 1936, tiene fama en su país de ser una buena cuentista. Este libro, que incluye 20 historias breves, puede leerse como una suerte de autobiografía fragmentada arbitrariamente a través del tiempo. Recuerdos, anécdotas, pequeñeces y nimiedades componen en gran medida el universo literario de Uhart en Un día cualquiera. Lo anterior no es una carencia, sino algo intencionado: la autora ha declarado que el escritor es una persona común y corriente y, en consecuencia, su obra no tiene por qué ser un alarde de espectacularidades o rarezas.

Presentadas en orden cronológico, las narraciones tratan en un primer momento la infancia de la protagonista, una chica observadora que vive en un pueblo llamado Moreno, provincia de Buenos Aires. Allí comparte con sus amiguitas y repara con detallismo en los quehaceres de sus familiares y vecinos. Según cabe suponer, es poco o nada lo que sucede en Moreno, y el cuadro tiende más al costumbrismo que a la descripción de un entorno peculiar: "Los hermanos Schiavi vivían a una cuadra de la casa de la abuela grande y si me quedaba unas horas allí me daban permiso para darme una vuelta por la casa de los hermanos, que era muy parecida a la de la abuela, pero con jardín interno".

Un día cualquiera adquiere mayor interés cuando la narradora, ya convertida en profesora, se muda a Buenos Aires. Una de las partes más interesantes del libro ocurre cuando ella relata ciertos pormenores de un noviazgo con el tal Ignacio, un joven bastante vago y bueno para nada que, sin embargo, posee una cultura aceptable y se viste siempre de traje y corbata. El círculo del muchacho está constituido por tipos como él, a quienes les gusta demasiado beber y casi nada salir de los lúgubres y desaseados departamentos que habitan. El ambiente bohemio, claro está, no es del agrado de la protagonista.

Es en un relato titulado En la peluquería, cuando se supone que la autora ya es una mujer madura, que el lector llega a saber algo más profundo acerca de ella, pero el personaje, a esas alturas del libro, ya es un nebuloso enigma que, lamentablemente, no engendra mayor curiosidad por parte de quien lee. "No aguantaría un tiempo muerto sin hacer nada ni que me hagan nada, porque me parece que el mundo entra en acción, como cuando hiervo verduras y controlo al mismo tiempo un partido de fútbol o tenis por TV cuando juega Argentina, hago todo junto. Así, en mi epitafio, van a poner, como le pusieron a una mujer romana: 'Fecit lanam' (tejió, era trabajadora)".

Si bien por medio de algunas citas breves la autora demuestra que maneja la obra de ciertos filósofos (Uhart estudió filosofía), el acto de involucrarlos en el baile también termina siendo deslavado. De Baruch Spinoza, por ejemplo, se ofrece un par de frases que resultarán anodinas para quien no esté familiarizado con la obra del maestro de Amsterdam, algo bastante grave si tenemos en consideración que su pensamiento es por definición provocador e iconoclasta. En otras ocasiones, la narradora pierde tiempo y palabras en leseras de la siguiente índole: "Está mal decir 'se hizo de noche' porque no se hace de repente". Y cuando uno llega al final del libro y se pregunta de qué se trataba todo esto, es inevitable apuntar hacia una marcada languidez narrativa que se evapora tan rápido como el rocío. Teniendo esto en cuenta, tal vez no convenga que los escritores sean personas tan comunes ni tan corrientes.