Aunque el Ejecutivo debiera estar preocupado de proteger la privacidad de los ciudadanos, ahora ha impulsado la modificación del Decreto 142, el cual obligará a las empresas de telecomunicaciones a conservar durante dos años el registro de todos los números telefónicos a los que se llama; también a los que se reciben, la navegación por internet, los mensajes de texto y el whatsapp.
No obstante las regulaciones que hoy existen en el Código Penal para interceptar llamadas y datos digitales en caso de existir sospechas de que una persona está involucrada en un delito, la idea del gobierno es seguir la huella digital de cada uno de nosotros. Se trata de tener esos datos por si la Justicia eventualmente los llegara a necesitar, como expresó el subsecretario de Interior Mahmud Aleuy, quitándole importancia al asunto puesto que, por lo demás, esta información es la misma con la que ya cuentan ciertas empresas.
Es posible que esto último sea verdad. Después de todo, uno va a comprar cualquier pilcha y le piden el RUT, o la propia tarjeta Bip! está nominada. Ni hablar de la publicidad digital, en extremo precisa gracias a las "huellas" que dejamos cada vez que abrimos un sitio web.
Pero, ¿es la seguridad un bien que está muy por sobre la privacidad? ¿No debería el Estado preocuparse de que las empresas destruyan los datos, en vez de andarlos intercambiando o vendiendo o cruzando con otros datos para tener perfiles mejor delineados de la gente? ¿Estamos ante el fin de lo que conocimos como "vida privada"? ¿Cuál es el sentido de esta medida impulsada por el gobierno?
La obsesión por la seguridad nos lleva a la idolatría de la transparencia, señal inequívoca de que la desconfianza ha empezado a corroer el orden social de la misma forma en que las termitas devoran la madera. "La potente exigencia de transparencia", escribe Byung-Chul Han, "indica precisamente que el fundamento moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación".
La sociedad de los metadatos, de la hiperinformación y del panóptico digital es, qué duda cabe, la sociedad de la sospecha. En un texto muy breve pero excepcional, Milan Kundera subraya que gran parte de nuestro bienestar se basa en el derecho a no ser vistos. Es lo que hace que cerremos la cortina cuando alguien nos observa desde otra ventana, o desde la calle. No estamos haciendo nada fuera de lo común; solo queremos ejercer el derecho a estar solos.
El comunismo aspiraba a una vida sin secretos, es decir, una vida sin cortinas. Y ahora parece que dimos la vuelta completa: en nombre de la sociedad libre se están instalando los más sofisticados sistemas de vigilancia y control. De pronto se ha inaugurado una época en que no habrá más secretos, donde todo podrá descubrirse gracias a un código electrónico. Vaya uno a saber adónde llegaremos.







