Entre muchos otros méritos, la novela El río exuda autenticidad en cada una de sus terribles páginas. Ello se debe a que el autor, Alfredo Gómez Morel, efectivamente fue un hampón, tal como el que protagoniza el libro. Aunque, claro, Gómez Morel también fue un escritor talentoso y dueño de un oído realmente privilegiado. El relato consiste en una autobiografía bastante poco disimulada. Al igual que el narrador -el tipo se da a conocer bajo los varios nombres que va adquiriendo a medida que avanza en su carrera delictual-, Gómez Morel fue abandonado al nacer por su madre, quien se dedicó a la prostitución, y mantuvo muy poco contacto con su padre, que tenía una mejor situación y era hijo de un diputado.

Ocasionalmente, durante la infancia, volvió a vivir con su progenitora por períodos, incluso hay una sustanciosa escena de incesto entre ambos, pero eran tales las zurras que ella le propinaba, que al muchacho se le veía contento cada vez que cambiaba de morada, aunque fuese a ese colegio de curas en donde fue víctima de abusos sexuales por parte de un par de padrecitos libidinosos ("Desde ese momento, con el padre Francisco nos dimos a la tarea de explotarnos recíprocamente, y en forma descarada. Yo más que él"). En esa época el joven comenzó a sentir el llamado del Río, así, siempre con mayúscula, pues se trata de una entidad pensante y deliberante, y acabó mudándose a la ribera del Mapocho, completando su educación, por así decirlo, en los códigos de la vida bajo un puente.

Otro aspecto notable de El Río es la información que provee acerca de los comportamientos del hampa santiaguina entre las décadas de 1920 y 1940. La novela es una verdadera enciclopedia del actuar malandra, que, contrario a lo que algún ingenuo pudiese pensar, está estructurado entre innumerables reglamentos, conductas y guías. "Un choro puede hacerlo todo, menos delatar, cafichar y cogotear. Sin embargo, por esas contradicciones sin sentido que tiene el universo de un hampón, sí le está permitido retirarse de la actividad delictual y establecerse con un prostíbulo. El hampa lo sigue respetando, siempre que ahora no robe. O roba o explota su lenocinio, pero no las dos actividades a la vez".

El mismo Río, que en la novela funciona como el antagonista del Puente y de la Ciudad, ofrece su propio decálogo de honor. Entre otras admoniciones, tenemos la siguiente: "El Río teme y desprecia a la prostituta profesional.

La desprecia por su sentimiento de servidumbre y degradación, porque se da al explotador, al que teme, y para asegurarse el dominio de la calle en que ejerce su tráfico, delata. La policía sabe que ella necesita de la calle, y delatar. Ella acepta ese compromiso".

Además de violencia callejera y penitenciaria, la novela está repleta de episodios sexuales, en los que no campean, precisamente, el romanticismo ni la cortesía. De hecho, cierta violación de la que fue víctima el protagonista le significará ser proscrito por mucho tiempo de su máximo anhelo, el de convertirse en un choro de tomo y lomo. La homofobia de las clases dirigentes del delito organizado le jugará en contra, pero finalmente acabará como un tipo admirado y respetado por los suyos.

El robo es la especialidad del Toño -nombre más o menos definitivo del protagonista, aunque entre sus familiares se le conoce por Alfredo y alguien lo apodó el Jean Genet chileno-, pero detrás del delito mismo se esconde otra pulsión: "Desde aquel día, empezó el imperativo sexual de mi conducta: como todos los hampones, de allí en adelante, hasta los 40 años, más o menos, delinquí para satisfacer una exuberante hambruna sexual".