BAJO NINGÚN concepto arriesgaría pronósticos sobre el que será, en Francia, y a partir de algunas semanas, el gobierno de Emmanuel Macron. Tengo claro, por otra parte, que él enfrentará desafíos monumentales. No puede descartarse que su respuesta solo prolongue la mediocridad de los últimos gobiernos galos.
Tampoco me hago ilusiones desmesuradas sobre las posibilidades de que un gobierno, cualquier gobierno, pueda resolver rápidamente los complejos problemas que afligen a Francia.
Dicho lo anterior, pienso que, de todas maneras, el triunfo de Macron merece destacarse y celebrarse.
Se ha dicho, con razón, que el resultado de las elecciones francesas del domingo es una victoria para la República.
Vale la pena volver sobre ello, aunque solo sea para dejar en claro que los escalofríos que provocaba, en algunos, un hipotético triunfo de Marine Le Pen, no eran producto de alguna hipersensibilidad políticamente correcta o consecuencia de alguna demonización mediática.
Posiciones políticas como la de Marine Le Pen son, en efecto, contrarias a la República y a la democracia.
El problema no radica, en todo caso, en sus muy discutibles propuestas de política. Uno puede pensar, por supuesto, que el proteccionismo se vuelve, a fin de cuentas, contra los propios trabajadores a quienes se intenta proteger.
Se puede creer, además, que sería muy negativo que Francia se retirara de la Unión Europea. Cabe estimar, en fin, que cerrar las fronteras a la inmigración es contraproducente. Nada de lo anterior, sin embargo, justificaría para juzgar como enemigo de la República a quien defendiera esas posturas.
La raíz antirepublicana de Le Pen estriba en la forma que confunde su amor por su Patria, del que no cabe dudar, con su reinvindicación de un nacionalismo estrecho.
La Francia de Le Pen es una seudo Francia en la que no caben los hugonotes, los racionalistas, los judíos y los musulmanes. Esa seudo Francia que persiguió injustamente a Dreyfus.
La misma Francia que atribuyó la derrota de 1940 a la democracia y no trepidó instaurar una dictadura conservadora y colaborar con los ocupantes alemanes. Sus recientes invocaciones a De Gaulle son huecas. Cuando fue la elección presidencial de 1965, su padre y gurú político -Jean Marie Le Pen-, con quien rompió públicamente por cuestiones de imagen, prefirió ser jefe de campaña del encargado de la censura en el régimen de Pétain, antes que apoyar al líder de la Francia libre.
Todo esto nos habla de valores completamente ajenos al espíritu de la marsellesa, al espíritu de la República. Que haya habido 11 millones de franceses que terminaron dándole su voto a esta opción antirrepublicana es, por supuesto, un llamado de atención.
Claramente, políticos tradicionales no han estado a la altura de la frustración y el dolor de muchísimos compatriotas. La República también necesita una buena política.







