En la primera parte de esta columna postulamos que la desaceleración de nuestro crecimiento habría roto el frágil equilibrio entre la tensión producida por la desigualdad y la cohesión que generaba el sueño de un mañana mejor. Mostramos cómo esta desaceleración, significativa y prolongada por más de una década, ha ido a la par de la pérdida de dinamismo de nuestro volumen exportado. Este síntoma ha estado asociado a la desaceleración del comercio exterior que ocurriera después de la gran crisis de 2008-09, y que se prevé continuará en alguna medida por las tensiones de las dos mayores economías.

Pero hay dos rasgos adicionales que deben llamar nuestra atención. El primero es que esta vez los precios medios de los commodities no han sido especialmente bajos y no se ha presentado, por lo mismo, el estrangulamiento por escasez de divisas que fuera nuestra característica histórica. El segundo, como se observa en el gráfico, es que este síntoma no se ha dado en la evolución exportadora de las economías desarrolladas también concentradas en materias primas (en Australia, por ejemplo, las exportaciones mineras y de energía representan tres cuartas parte de las exportaciones de bienes). Como se ve, los envíos han continuado expandiendo su volumen por arriba del crecimiento del producto siendo, por lo mismo, un factor clave en sostener la dinámica del crecimiento.

Cabe concluir, entonces, que nuestro problema es de pérdida de competitividad, más que de saturación internacional de los mercados de materias primas. Es más un problema de cómo producimos que de qué exportamos. En efecto, en el grupo aludido el crecimiento de la productividad es significativo, así como el desarrollo de una nutrida red doméstica de proveedores de las industrias exportadoras, lo que se conoce como encadenamientos hacia atrás. Por ello, siguen siendo competitivos, capturando cada vez más mercados y multiplicando su efecto sobre la economía interna vía esta red.

Lo anterior es de dulce y de agraz. Dulce, porque no parece haber algo así como una maldición de las materias primas. De agraz, por cuanto elevar sistemáticamente la productividad de nuestras exportaciones, y conectarla a una red creciente de proveedores internos, supone cambios de envergadura y sistémicos a nuestro modelo de desarrollo.

Los elementos están a la vista. Chile ha hecho en las últimas décadas un gran esfuerzo en educación, dedicándole un 17% del total del gasto público en comparación con el 12% en los otros países citados (Education at a Glance 2020). Pero la diferencia del peso del gasto público total -alrededor del 40% del PIB en esos países y el 25% en Chile (FMI)- hace que nuestra inversión pública en educación sea inferior en términos relativos a su producto y ciertamente mucho menor en términos absolutos (gasto por estudiante). Esto ha significado que, mientras los países mencionados exceden la media de los países de la Ocde en las pruebas PISA, nuestro país se ubique significativamente por debajo. Lo mismo ocurre en el foco que hemos puesto al desarrollo científico y técnico, clave actual para renovar procesos productivos y con ello aumentar la productividad. Nuestro gasto en investigación y desarrollo, además como fracción de un más reducido ingreso, no alcanza a la quinta parte del esfuerzo realizado por estos otros países. En simple, las brechas no se cierran.

Este debate de modelo de desarrollo, exportador, con cooperación público-privada, apalancada en educación pública de clase mundial y posicionamiento de frontera en infraestructura e investigación y desarrollo, lo tuvieron en su momento los países que ahora citamos. Y actuaron en consecuencia, siendo su expresión más visible el sustantivo reajuste que hicieron en su carga tributaria para poder financiar estos propósitos comunes. Así, la carga en estos países era ya inmensamente superior cuando alcanzaron nuestro nivel actual de desarrollo. Presentaban, por ejemplo, contribuciones directas de las personas -con énfasis en quienes más tienen- superiores a 10% del PIB en esa etapa, mientras en nuestro caso éstas sólo alcanzan al 1,5% del PIB.

Este es actualmente nuestro dilema. Si no consensuamos cambios que impliquen una mayor capacidad pública para las tareas de infraestructura, educación, salud e inversión científico y tecnológica, el crecimiento continuará elusivo. Y, además, acordar niveles dignos y universales en bienes esenciales como las pensiones, la vivienda y los ingresos de las familias. Todo lo anterior requiere la revisión urgente, pero responsable, de los recursos públicos imprescindibles para materializar este esfuerzo colectivo.