Tanto le gustaba volar en helicóptero al presidente de la nación que se inventaba eventos, apremios, visitas y ceremonias para abordar el vetusto helicóptero de fabricación rusa, elevarse por encima de los mortales, surcar los cielos sin semáforos ni atascos, contemplar con una mirada levemente desdeñosa el caos que era la vida allá abajo y llegar a su destino haciendo un escándalo de vientos y fragores que lo hacía sentirse importante: llegar al colegio a recoger a su hija, aterrizando en el campo de fútbol; a su casa en el campo, en medio del odio soterrado de sus vecinos; a inauguraciones de obras públicas; a los helipuertos de grandes rascacielos en el centro financiero de la ciudad; a oír misa en una parroquia al lado de su casa de playa.

Aquella mañana algo nublada, el presidente y su comitiva (su jefe de gabinete, su maquilladora y peluquera, sus dos guardaespaldas) subieron al pequeño helicóptero con capacidad para seis pasajeros y volaron cuarenta minutos hasta llegar a una población desangelada, castigada por la pobreza, donde el jefe del Estado saludó a las autoridades locales (un alcalde, un cura, un jefe de la policía), recorrió las calles del caserío, inauguró una planta para engordar y matar vacas, pronunció un discurso que nadie entendió y se apuró en despedirse de todos para hacer lo que más le gustaba del oficio de gobernar: subirse al helicóptero y elevarse sobre los mortales.

Caminando hacia el helicóptero por unas calles polvorientas, espantando a las moscas y los zancudos que lo agobiaban, saludando a los niños descalzos que lo miraban con translúcido estupor, el presidente fue detenido cordialmente por una humilde vendedora de jugos de frutas, quien, al pie de su carrito ambulante, esperaba al ilustre visitante con un brebaje espeso, amarillento y helado:

-¡Pruebe mi jugo bomba, señor Presidente! ¡Le obsequio! ¡Cortesía de la casa! ¡Llévese un buen recuerdo!

Acalorado y sediento, el presidente se detuvo, cogió un vaso de plástico tan grande como una jarra y preguntó, con cierta desconfianza:

-¿De qué es el jugo?

La mujer respondió con entusiasmo:

-¡Papaya, plátano, mango y lúcuma! ¡Jugo bomba amarilla! ¡La perdición de este pueblo!

El presidente bebió un trago e hizo un gesto de aprobación.

-Está muy bueno -comentó-. ¿Tiene leche?

La vendedora dijo una verdad a medias:

-Apenitas nomás, señor Presidente.

-¿Leche de vaca o leche de coco? -inquirió el presidente, ante la mirada incrédula de la señora-. Porque soy intolerante a la lactosa.

-¡De coco, de coco! -mintió persuasivamente la señora, deseando complacer al hombre de Estado, sin saber que su pícaro embuste desencadenaría una crisis.

El presidente no dudó en beber el vaso entero. El potente revoltijo de frutas con leche invadió su estómago como un regimiento hostil, dispuesto a soliviantarse.

-¿Cuánto te debo? -preguntó el presidente.

-¡Nada, nada! -dijo la vendedora-. ¡Yo voté por usted! ¡Soy su fan número uno!

Tras abrazar a la mujer, el presidente ordenó a sus escoltas:

-¡Páguenle!

Uno de ellos le alcanzó un billete a la señora, quien lo recibió, agradecida.

Minutos después, el helicóptero presidencial levantó vuelo, en medio de una polvareda descomunal que dejó a medio pueblo tosiendo, carraspeando, estornudando, maldiciendo al supremo gobierno por no pavimentar las callejuelas polvorientas.

-¡Regresamos a palacio de gobierno! -gritó el presidente.

-¡A la orden, Su Excelencia! -respondió el piloto.

A pesar de que llevaban años volando juntos, el piloto se negaba a tutear al presidente y lo llamaba Su Excelencia o Su Eminencia, lo que no parecía disgustar en modo alguno al aludido, quien sentía que en cada excursión suya en helicóptero estaba escribiendo la historia de su país.

De pronto, sentado en la butaca más confortable de la aeronave, sin ajustarse el cinturón de seguridad, mirando por la ventanilla con aire distraído, el presidente sintió un terremoto en el vientre, un movimiento telúrico que estremeció sus tripas, revolvió su barriga, provocó un hondo sonido cavernoso y anunció la catástrofe. Asustado por el sismo estomacal que se avecinaba, se llevó las manos al vientre, sintiendo unos retortijones violentos, cruzó las piernas y se dijo a sí mismo:

-Estoy jodido: este helicóptero no tiene baño: y ahora, ¿qué mierda hago?

De nuevo su estómago rugió con la ferocidad de una bestia indomable que se disponía a salir de la jaula. Avergonzado, el presidente miró hacia atrás, a sus dos custodios, y les preguntó:

-¿Alguien tiene una bacinica?

Los guardaespaldas se miraron extrañados. Uno de ellos respondió:

-No, señor.

Sabiendo que estaba perdido, que no tenía escapatoria, el presidente preguntó al piloto:

-¿Cuánto falta para llegar a palacio?

-Media hora, Su Eminencia -dijo el piloto.

-¡Necesito ir al baño! -gritó el presidente, angustiado-. ¡Es una emergencia! ¡Descienda inmediatamente!

El piloto vio que el presidente se encontraba lívido, sudoroso, las manos en el vientre, el rostro desencajado, como si estuviera ocurriéndole una desgracia, y sin embargo tuvo que darle una mala noticia:

-¡No podemos aterrizar, Su Excelencia! ¡Estamos sobrevolando una zona selvática de vegetación exuberante!

-¡Cómo que no podemos aterrizar! -bramó el presidente, ajustando dramáticamente sus esfínteres, tratando de postergar lo impostergable-. ¡Aterriza, carajo! ¡Es una orden!

El piloto descendió todo lo que pudo y contestó:

-¡No hay un claro para aterrizar, Su Eminencia! ¡Es pura selva! ¡Estamos jodidos!

En ese momento la maquilladora se puso de pie, se acercó al presidente y le susurró al oído:

-Mi presidente, no te estreses, hazte caquita en los pantalones nomás.

-¡De ninguna manera! -rugió el presidente, furioso, y se puso de pie.

Luego se dirigió a los dos guardaespaldas:

-¡Necesito ayuda, carajo! ¡Abran la puerta! ¡Voy a evacuar el vientre!

Los corpulentos custodios saltaron de sus asientos, temerosos, confundidos, sin saber qué hacer, cómo ayudar a su jefe:

-¿Qué va a evacuar, señor Presidente?

-¡El vientre, el vientre! -rugió el jefe del Estado.

-¡Va a defecar, idiotas! -gritó el piloto-. ¡El presidente va a defecar! ¡Abran la puerta o se caga en los pantalones!

De inmediato los agentes abrieron la puerta lateral del helicóptero, mientras el piloto descendía un poco más. El presidente se bajó los pantalones y los calzoncillos y gritó a sus guardaespaldas:

-¡Agárrenme fuerte de las manos! ¡No me suelten!

Mientras los custodios lo sujetaban reciamente de las manos y los brazos, el presidente sacó el trasero por la puerta de la aeronave, se acuclilló, se abandonó a que ocurriera lo que tenía que ocurrir y descargó una viciosa lluvia de heces fecales, al tiempo que gritaba, como un poseso, un energúmeno:

-¡Me cago en la puta madre que los parió!

Agachado, con el culo afuera y gritando procacidades, el presidente continuó disparando mojones de estiércol sobre aquella zona de selva lujuriosa, sin saber que poco más allá, en un campamento al pie del río, una pareja de mediana edad, alarmada al ver que descendía un helicóptero, temerosa de que este cayera, empezó a grabarlo todo, y ahora estaba registrando una escena insólita: un helicóptero volando a baja altura, la puerta abierta, un hombre agachado con el culo afuera de la aeronave, expulsando miasmas hediondas y gritando como un chiflado:

-¡Me han envenenado! ¡La mujer que me dio el jugo quería matarme! ¡Me cago en la concha de su hermana!

No sabía el presidente, cómo podía saberlo, que esa pareja de campamento al pie del río estaba grabando, con el teléfono móvil, su inédita maniobra o postura para aliviarse de una diarrea que pareció un alud o una lluvia ácida.

Una vez que concluyó su violenta evacuación ventral, el presidente dejó que su maquilladora le limpiase el culo con pañitos húmedos para desmaquillar y, como si nada hubiera pasado, se hundió de nuevo en su butaca, ya pasado el mal rato.

Pero lo peor estaba por venir.

Porque a la mañana siguiente, desayunando en la casa de gobierno con los periódicos del día, el presidente vio con auténtico pavor una fotografía que la pareja del campamento al pie del río había vendido al diario más escandaloso y leído del país: debajo de un titular con letras tremebundas que decía “EL PRESIDENTE SE CAGA EN EL PUEBLO”, aparecía una foto del helicóptero presidencial con la puerta abierta, el jefe del Estado agachado, claramente reconocible, en posición innoble o indecorosa, el trasero afuera de la nave, a su libre albedrío, lanzando bombas de estiércol cerca de un campamento al pie del río.

Lo que ocurrió a continuación fue una sucesión de enredos, desencuentros y malentendidos: el presidente se hundió en una feroz depresión y no quiso hablar con la prensa ni reunirse con sus ministros; el gabinete quedó demudado y perplejo, a la espera de que el presidente le diese alguna explicación razonable; los humoristas y caricaturistas hicieron un festín con la foto del prominente político defecando desde las alturas; no hubo alma en el país que no leyese los periódicos del escándalo, viese la foto truculenta y estallase en risotadas; los jefes espirituales y predicadores religiosos de todas las confesiones alertaron en tono sombrío sobre la decadencia moral que corrompía a los habitantes de aquella nación; y los líderes de la oposición, indignados por la conducta del jefe del Estado, que consideraban chusca y grotesca, lo conminaron a presentarse cuanto antes al Congreso para dar explicaciones sobre el escándalo que había montado.

Abatido, cabizbajo, avergonzado de un modo que no podía decirse en palabras, el presidente no tuvo más remedio, así se lo exigía la ley, que presentarse ante el Congreso, dominado por la oposición. Entonces escuchó que sus enemigos, ávidos de humillarlo y defenestrarlo, dijeran las cosas más terribles y ponzoñosas contra él:

-¡Usted no respeta nada! ¡Se considera un emperador! ¡Se siente con derecho de defecar sobre nosotros, los ciudadanos de a pie que pagamos impuestos para que usted viaje frívolamente en helicóptero! ¡Vergüenza, señor! ¡Vergüenza!

-¡Usted ha maculado la historia de este país! ¡Ha manchado de caca el prestigio de este país! ¡Somos el hazmerreír del mundo! ¡Somos una república bananera, un país de opereta! ¡Usted no es un presidente: ¡es un mojón, una flatulencia! ¡Y como tal será recordado por la Historia con H mayúscula, señor!

-¡Renuncie, señor! ¡Renuncie ya mismo! Si tiene sangre en la cara, si le queda un átomo de dignidad, si tiene respeto por las madres y los ancianos de este país, ¡renuncie! Porque usted, señor, ¡se ha cagado en todos ellos!

-¡Diga usted si es verdad o no es verdad que, al sacar su trasero por la puerta abierta del helicóptero, a plena luz del día, usted estaba ventilando su cavidad anal, porque acababa de ser sodomizado por sus guardaespaldas en el helicóptero y su trasero necesitaba un frescor! ¡Diga si es verdad o no es verdad que usted es un sodomita pasivo y cuando sacó el culo del helicóptero pretendía hacer una apología descarada de la sodomía, del amor nefando, contra natura!

Fustigado por sus adversarios, ridiculizado por la prensa, abandonado por sus aliados, repudiado por sus antiguos votantes y partidarios, el presidente pidió disculpas a la nación por la afrenta que le había infligido, no quiso explicar las circunstancias bochornosas que lo pusieron en el trance impensado de evacuar el vientre desde un helicóptero en pleno vuelo y se negó a presentar su carta de renuncia.

De inmediato, el Congreso opositor aprobó por amplia mayoría su vacancia en el cargo, destituyéndolo por incapacidad moral permanente.

Meses después, sus enemigos lo arrastraron a los tribunales de justicia, acusándolo de haber violado las leyes al exhibir con impudicia el trasero desnudo, cometiendo delito de escándalo contra el pudor y las buenas costumbres. La justicia, por unanimidad, dictó prisión preventiva de treinta y seis meses, alegando que el imputado podía fugarse en helicóptero.