Luego de la pandemia vendrá la pobreza. Es lo que han dicho líderes políticos y expertos, lo que anuncian las proyecciones económicas y lo que auguran las filas de personas en las oficinas de la burocracia del desempleo. Es lo que está en el semblante de la calle y en las declaraciones de autoridades políticas y representantes parlamentarios. “Vamos a volver a ver pobreza, vamos a volver a ver ollas comunes”, anunciaba un dirigente político conservador en una entrevista en la radio durante esa semana. Me llamó la atención la forma verbal elegida para la declaración -“volver a ver”-, un énfasis curioso, porque no se detenía en la existencia de personas malviviendo, sino en la posibilidad cierta de que en adelante se hicieran más evidentes, visibles, para quienes habitualmente las ignoraban. La pobreza era un recuerdo que algunos pensaban enterrado bajo eufemismos como “sectores vulnerables” o algo tan lejano y exótico que eventualmente debía ser representado por un actor invitado a una reunión de empresarios, un personaje que irrumpía y se mostraba para crear conciencia benéfica como sujeto de caridad simulado, la forma en que tradicionalmente la pobreza resulta menos violenta de enfrentar en sus espinosas aristas.
Durante la transición, la pobreza se transformó tanto, que muchos la dieron por desaparecida o, al menos, en vías de extinción. Basta ver las alternativas que existían para describir las viviendas en los censos del siglo XX para darse cuenta del modo en que ese paisaje fue tomando una dirección hacia una prosperidad material tan concreta como contar con alcantarillado y electricidad. El acceso al consumo trastocó el aspecto ancestral de la miseria en Chile y los signos con los que se asociaba hasta la década de los 80: desnutrición, enfermedades infecciosas y la dura vida de los campamentos. Ese mundo y esas referencias cambiaron, en adelante habría mejores condiciones sanitarias, alimentación barata, crédito de consumo y, eventualmente, un techo propio en viviendas minúsculas, que de cualquier modo representaban una mejoría respecto de las chozas de tablas y cartones habituales en décadas anteriores. La escenografía era distinta, pero había sido dispuesta en los extramuros, como quien oculta lo que considera indeseable, pero al mismo tiempo necesario, a una distancia tal que quede fuera de cuadro.
Era una nueva marginalidad arrojada territorialmente a las periferias; casas y bloques de departamentos dispuestos en enormes áreas desangeladas, con servicios escasos, sin parques ni espacios de encuentro, con calles mal iluminadas, desagües ineficientes que colapsan a la primera lluvia y a distancia considerable de cualquier fuente de empleo. Esa nueva marginalidad fue creciendo en los bordes de las ciudades y hubo quienes aventuraron a situarla como el primer escalafón rumbo a la clase media. A diferencia de otras épocas, en esos hogares habría televisores, equipos de música, lavadora y todo ese conjunto de artefactos que prometían a cambio una vida confortable, símbolos de prosperidad que, sin embargo, no eran acompañados de mejorías sustanciales en los ingresos ni en el acceso a salud, educación, transporte, ni menos aun, pensiones.
La pandemia en curso ha hecho un recorrido impecable por la arquitectura social chilena, como quien inyecta líquido de contraste sobre un organismo en reposo, para reconocer el estado de todo aquello que no es evidente a simple vista. El trayecto del contagio ha sido como desandar un camino recorrido durante la transición, y verificar de una vez los recovecos y las filtraciones, los tumores y tejidos extraños, revelando la manera en que el país fue construyéndose durante los últimos 30 años y los discursos que servían de mampostería para una realidad precaria. Desde la cima de la prosperidad, el Covid 19 se ha derramado hacia las bases que sostienen la cúspide, dañando a los más débiles, colándose en sus cuerpos, alcanzando esa marginalidad confinada tras los biombos del entusiasmo miope y fanfarrón que alguna vez pensamos que podía llamarse desarrollo.
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